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Descrédito del 'guru'

Antonio Muñoz Molina

Hombre de mi tiempo, aprovecho una tarde soleada y desierta de lunes para asistir a la preceptiva exposición de Joseph Beuys en el Reina Sofía, edificio que nunca perteneció más a la imaginación visual del siglo XX que cuando era un hospital abandonado. Convalecer de una enfermedad en las salas heladas de aquel hospital provincial debió de ser una experiencia digna de los tuberculosos existenciales de Thomas Mann: el edificio aún tiene algo de montaña mágica y de Escorial sanitario, de una severidad monacal y quirúrgica tan abrumadora que suele conspirar contra las obras colgadas en sus muros, empequeñeciéndolas por la comparación con su escala titánica, con el dramatismo futurista de sus perspectivas.En un lugar así, las naderías más obvias del arte moderno tienden a mostrar su vacuidad con una eficacia que mueve al agradecimiento. Bajo una gran bóveda, en una sala con el pavimento de granito gris, hay, por ejemplo, una mesa de madera sobre la que cuelga una bombilla, y también varias hileras de ropa tendida. Espectador avisado, sé que la mesa, la bombilla y la ropa tendida constituyen una obra de arte, pero no alcanzo a distinguir su significado, y entonces repito lo mismo que he visto hacer a otros, y es buscar por las paredes inmensas una de las cartulinas con párrafos mecanografiados que me lo explicarán amablemente todo.

En la exposición de Josep Beuys, artista cuyo mérito res de al parecer en romper las fronteras entre el arte y la vida volviéndolos solubles y equivalentes entre sí, el espectador pasa la mayor parte del tiempo leyendo los párrafos benevolentes pero indescifrables que hay escritos en las cartulinas, y sin los cuales no sería capaz de discernir las profundidades prácticamente insondables de significados que tiene delante de los ojos. Un altavoz al que yo no atribuía mucha importancia, y del que he llegado a pensar que había sido olvidado junto a otros objetos por los organizadores, resulta poseer un valor de reliquia, dado que por dicho altavoz, y al final de una rueda de prensa, Beuys dijo a los periodistas estas palabras recogidas y comentadas con reverencia por los exégetas:

-A ver si terminamos cuanto antes esta mierda-.

En una vitrina que estará sin duda blindada veo, entre otros objetos, unas latas de película, y habría pasado de largo junto a ellas si la oportuna tarjeta no me explicase lo que simbolizan: resulta que las latas contienen las bobinas de la película de Ingmar Bergman El silencio, y que mi culpable ignorancia jamás me habría permitido discernir lo que explica tan bondadosamente y con tan perfecta claridad el autor anónimo del comentario mecanografiado: "La relación muerte-vida es aclarada por Beuys en los títulos dobles que estampó sobre las cinco bobinas y que expresan analogías a través de las propias palabras y contrastes de un grupo a otro:

1. Ataque de tos-glaciar+ 2. Enanos-animalización. 3. Pasado vegetalización. 4. Tanquesmecanización. 5. Somos libresgéiser+... ".

Tal vez por culpa del silencio, o del espacio vacío, noto que empiezo a moverme por los corredores y las salas de la exposición como los tres o cuatro espectadores a los que veo siempre de lejos, con una lentitud respetuosa, con un sigilo eclesiástico, no como el turista descreído y erudito que examina los frescos de una catedral, sino como el creyente que no repara en las virtudes estéticas porque sólo lo conmueve la veracidad de las reliquias. En una sala en la que hay varias pizarras alineadas, una señorita pálida y vestida de negro copia devotamente en un cuaderno la traducción de una vaga frase alemana que al parecer el propio Beuys escribió con tiza en una de esas pizarras, y cuyo sentido es impenetrable no sólo para la señorita que la copia y para mí, sino también para el sabio que la transcribió, porque la tiza se borró parcialmente antes de que se le aplicaran procedimientos de conservación: a lo que estoy asistiendo, empiezo a comprender, no es a una exposición, sino a una ceremonia religiosa, con sus objetos de culto, sus palabras sagradas, su santo o guru y sus evangelistas y fieles, todos los cuales obtienen mediante el acto de fe y la participación en la liturgia la salvación de sus almas, no en el anticuado reino de los cielos, sino en el de la degustación irrefutable y sublime de la más pura esencia de la modernidad.

La fe exige certidumbres: a los niños antiguos nos aseguraban que no moriríamos en pecado si comulgábamos durante nueve primeros viernes de mes consecutivos. A los modernos de ahora el culto a Beuys les garantiza una tranquilidad semejante, no muy distinta a la que debía de sentir un rico de medio pelo de los años cincuenta admirando a Salvador Dalí. Beuys, igual que Dalí, es al mismo tiempo una encarnación y una parodia, la consecuencia última de la adoración embobada por todas las extravagancias, del genio, la parodia terminal de todos los atrevimientos y las negaciones y los juegos de manos de las vanguardias. Estos mismos días, en este periódico, José Antonio Marina hace un elogio severo y clarividente de la inteligencia creadora y la contrapone a las rápidas banalidades del ingenio: el lavabo de Marcel Duchamp, como la lata de sopa de Andy Warhol, fue una broma ingeniosa, pero a estas alturas del siglo ya va perdiendo gracia. La voz de José Antonio Marina, que tiene la misma audacia solitaria y combativa que las voces de George Steiner en Presencias reales y de Robert Hugues en A toda crítica y en La cultura de la queja, es un indicio de que tal vez se acaba el predominio de los gurus, de los tahúres y de los intermerdiarios en el arte moderno: en tal caso, y dentro de no mucho tiempo, Joseph Beuys, en lugar de un fraude, será tan sólo una antigualla.

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