Paul Newman, cien años de la mirada azul más intensa del cine
El actor, nacido en Ohio el 26 de enero de 1925, es parte indisoluble e indiscutible de la historia de EE UU del siglo XX y de casi seis décadas de enormes películas
El 26 de enero de 1925, la pequeña calle de Renrock Road, en Cleveland Heights, en los suburbios de Cleveland (Ohio), amaneció nevada y con suficiente hielo como para que el matrimonio Newman, Art y Theresa, decidiera que su segundo hijo, Paul Leonard, naciera en casa. Mañana domingo, por tanto, se celebra un siglo del nacimiento de Paul Newman, un actor que probablemente no fue el mejor de su generación, pero sí el más guapo, el que mejor conectó con su tiempo y su generación, el dueño de la mirada azul más intensa. Fue tenaz, inteligente, engatusador y un icono del siglo XX. Triunfó en el cine y en las carreras automovilísticas, la pasión que realmente llenó su vida. Y, por cierto, bebió millones de litros de cerveza a lo largo de su vida: por eso, durante lustros llevaba una cadena al cuello con un abrebotellas. Sus genes y el ejercicio constante permitieron que su portentoso físico ni se inmutara por su alcoholismo.
Hoy, el eco de Paul Newman se mantiene entre los cinéfilos gracias a su olfato y, sobre todo, a que supo seleccionar en sus últimas décadas de vida trabajos lucidos a medida. No acabó arrastrándose por la pantalla. También han dejado huella sus inmensas obras sociales: triunfó en el mundo de las salsas y la industria alimentaria con su empresa Newman’s Own, que acabó siendo la gran fuente de ingresos de sus campamentos veraniegos para niños con cáncer y de todas sus iniciativas “para devolver a la sociedad”, decía, lo que de ella había recibido. Y quedan sus grandes interpretaciones en El buscavidas, La leyenda del indomable, Hud, el más salvaje entre mil, La gata sobre el tejado de zinc, Dos hombres y un destino, El golpe, Veredicto final, Ni un pelo de tonto o Camino a la perdición. Nueve candidaturas al Oscar, que al final ganó por El color del dinero.
En los últimos años, el repaso a la figura de Newman ha servido para revalorizar la de su esposa, Joanne Woodward, que poseía mayor talento que su marido, según los críticos, aunque no el brutal magnetismo del actor. “Me enfrento al hecho espantoso de que no sé nada [...]. Siempre estoy ansioso por reconocer que no soy lo suficientemente bueno”, contaba el mismo Newman en su intento por redactar unas memorias. En 1986 Newman le pidió a su amigo Stewart Stern que entrevistara a todos sus conocidos, familiares y colegas cineastas, y que incluso charlara con él mismo para encarar esa biografía. Esas conversaciones se almacenaron en centenares de casetes... hasta que en 1991 se hartó y abandonó el proyecto. En 1998 quemó todas las cintas para no dejar rastro.
Sin embargo, en un armario de la casa familiar, en unas cajas, quedaron 5.000 folios con las transcripciones de todo el material. Y esas hojas han sido, en formato libro (La extraordinaria vida de un hombre corriente) y en formato serie (Las últimas estrellas de Hollywood, dirigida por Ethan Hawke y estrenada en la plataforma Max), las últimas iluminaciones —desde luego, las más sinceras— al universo Newman, el hombre que acabó escondiendo sus ojos del resto del mundo con el parapeto de las gafas de sol, y que siempre fue celoso de su intimidad.
La mejor reflexión sobre Newman la escribió el crítico Roger Ebert en el estreno de Ni un pelo de tonto, filme que resume toda las etapas y estilos de su carrera: “Al igual que Brando, Newman estudió el método. Al igual que Brando, Newman era guapo y tenía una pinta estupenda sin camisa. Pero, a diferencia de Brando, Newman se dedicó a estudiar la vida y a perfeccionar su arte, mientras que Brando vagaba sin rumbo en papeles inexplicables. Después de haber comprobado lo que podía aportar, se dedicó a aprender de qué debía prescindir”. Habla de un hombre que se convirtió en estrella a finales de los años cincuenta y que se obsesionó profesionalmente con un único mandamiento: hacer buenas películas.
Newman no estaba llamado a la actuación, sino a regentar, junto a su hermano mayor, el negocio de su padre, una tienda de material deportivo, destino que se cernía sobre él mientras correteaba por el jardín de su casa en Shaker Heights, otro suburbio de Cleveland al que se mudaron los Newman cuando el hijo pequeño cumplió dos años. Pero entró en liza la “suerte Newman”: una de sus sentencias favoritas era “Luck is an art” (La suerte es un arte), frase que llevan tatuada sus nietos. Desde el instituto, se enganchó a la interpretación. Tras el paréntesis bélico en aviación, donde se salvó en dos ocasiones por su suerte de morir en combate, Newman retomó sus estudios universitarios en el Kenyon College, donde se licenció, tras muchas juergas, en Interpretación, aunque él prefiriera asegurar que se había graduado “Magna cum Lager”.
En la universidad debutó en un escenario dando vida a Hildy Johnson en Primera plana. Empezó a compaginar el final de sus estudios con giras teatrales, y con su matrimonio con otra aspirante a actriz, Jacqueline Witte, a sus 24 años. Así llegó a Nueva York, la televisión y a la mítica escuela de interpretación Actors Studio, en el que en otro ejemplo de “suerte Newman” acompañó a una amiga a una prueba. A ella no la cogieron, y a él, que iba de paseo, sí. “Se equivocaron e interpretaron mi sincero espanto como una actuación sincera”, comentaba jocosamente. Con su cinismo creaba cortinas de humo sobre su currículo: Elia Kazan aseguró que si Marlon Brando fue el más grande, Newman le ganó por más trabajador.
Paul Newman y Joanne Woodward se conocieron en 1952, en la oficina de un representante. No hubo fuegos artificiales. Actuaron juntos en la obra Picnic, en Broadway, un año después. Ahí sí dejaron “un rastro de lujuria”, según palabras de Newman, y desde 1958 se convirtieron en matrimonio, en un modelo para muchos que no sabían de las numerosas tormentas que atravesó la pareja: no solo por el alcoholismo de Newman —que remitió en cierta manera cuando Woodward le amenazó con el divorcio y él se centró en la cerveza, abandonando alcoholes más fuertes— sino porque ella se hizo cargo de sus tres hijos del primer matrimonio como si fuera su madre y porque Newman le fue infiel con diversas amantes. Al final, superados los baches, acabaron convertidos en un matrimonio a admirar, hasta la muerte de él en 2008. Woodward, de 94 años, sigue en la casa familiar de Westport (Connecticut), en mitad de una gloriosa finca, a salvo de miradas ajenas desde que se le diagnosticó alzhéimer en 2007, nueve días antes de que le anunciaran a Newman que padecía cáncer, y cuidada por sus hijas.
Newman es parte indiscutible e indisoluble de la historia de EE UU. Como demócrata de vieja escuela, metido en la batalla por un mundo mejor toda su vida (para su orgullo, el presidente Richard Nixon le incluyó, como 19º, en su lista de mayores enemigos). Como piloto victorioso de coches y dueño de escuderías, pasión que abandonó incluso más tarde que la actuación y que aunó en sus últimos grandes trabajos, al poner voz al legendario Doc Hudson en la saga Cars. Como empresario que invirtió con talento. Como director, especialmente cuando tuvo a Woodward como protagonista. Y como actor: el cine estadounidense sin Newman no habría sido tan completo.
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