Un atisbo de libertad
La primera vez que le vi, que hablé con él, fue en el anfiteatro de La Sorbona, en 1963. André Veinstein, que dirigía en Gallimard la colección Practique du Théâtre, le había invitado a una con ferencia-coloquio sobre el teatro del absurdo. Por aquellos años, la palabreja, acuñada a finales de los 40 en tomo a la literatura de Sartre, de Bataille, de Camus y de Merleau-Ponty, seguía tan pimpante, adosada al teatro de Beckett, de lonesco, de Adamov, de Genet... Martin Esslin acababa de publicar su ensayo El teatro de lo absurdo, y Léonard C. Pronko el suyo: Teatro de vanguardia.
Recuerdo a lonesco en aque lgran anfiteatro; un lonesco actor, sobreactuado, burlándose de críticos, ensayistas, intelectuales, ya sean de derechas o de izquierdas, y recuerdo su frase final, con la que cerró su intervención: "¿La vanguardia? pero, ¿acaso no se trata de un término militar?". Le aplaudimos a rabiar. El lonesco de aquellos años era un espectáculo mucho más divertido, mucho más gratificante que los sermones de Barthes o de Dort sobre las excelencias del brechtismo -un breclitismo muy sui generis- o sobre las maldades de Artaud y su teatro de la crueldad. En cierto sentido, lonesco era, para nosotros, la libertad.
Volví a verle en Sitges, a principios de, los 80. Le habían invitado a un cursillo de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo sobre El teatro europeo de los 80. Almorcé con él, con su esposa, Rodica, y con Martin Esslin. Rodica se ocupaba de que se tomase sus pastillitas, -dos de rojas y una de verde- y él, mientras despojaba la cigala de su caparazón, iba diciendo pestes de Beckett. Se querían mucho pero no se podían ver.
lonesco siempre estuvo celoso del irlandés. Cuando Beckett murió, en 1990, lonesco le contó al crítico teatral de Le Nouvel Observateur cosas admirables sobre su querido enemigo, para convertir a Godot en Dios y al irlandés en poco menos que un solitario de Port-Royal.
Sus últimos años fueron los de un cascarrabias feo, católico y sentimental. Seguía tomando pastillitas y veía en sueños al fantasma de su padre que exigía al niño lonesco que le mostrase los deberes. El 20 de mayo de 1990, escribió un artículo en Le Figaro -"Vive le Roi!'- en el que abogaba por el retorno del rey Miguel de Rumanía, un rey constitucional, "rodeado de sabios consejeros". Ha muerto inmortal, es decir, académico, pero permanecerá en mi recuerdo como el divertido conferenciante de la Sorbona, como el autor de El rey se muere, un atisbo de libertad.
Babelia
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