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La reforma sanitaria llega a Hollywood

Comprometidos discursos en una noche de discreto 'glamour'

ENVIADA ESPECIALCuando Whoopi Goldberg apareció, embutida en un sobrio modelo de Armani color burdeos, de línea imperio, los más veteranos supieron que había habido un pacto: ella no se soltaría el pelo, metafóricamente hablando, como se temía, y, a cambio, los guionistas le construirían un cómodo andamiaje por el que podría moverse sin perder su espontaneidad. En efecto, los veteranos Hal Kanter y Buz Kohan -20 años en esta ceremonia, el primero, y 9 el segundo, que procede del espectáculo de Carol Burnett- aprovecharon con inteligencia la parte negativa de Whoopi, su tendencia al desmadre, convirtiéndola en el argumento mismo con el que la actriz mejor pagada de Hollywood -y la primera mujer de color que ha sido anfitriona de la entrega de los oscars- arrancó a hablar sin números circenses, pero deslizándose como un equilibrista sobre su supuesta peligrosidad. Entre bambalinas, su propio equipo de guionistas estaba dispuesto a echarle una mano, incluyéndole en el telepronter cualquier tema que les conviniera.

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Entre esta Whoppi embutida en terciopelo y la que el año pasado apareció en la ceremonia vistiendo un extravagante modelo inspirado en uno de los que llevaba Rosalind Russell en Tia Mame, había la misma diferencia que entre el tono que presidió la noche más importante de Hollywood el año pasado y éste. Las películas nominadas -y, sobre todo, las posteriormente premiadas-, las palabras de los diferentes presentadores y el estilo de los triunfadores: todo era austeridad y seriedad. El tono se hacía menos frívolo, y así Tom Hanks, al aceptar su premio al mejor actor por Philadelphia, podía soltar con naturalidad un emotivo discurso sin que a nadie se le ocurriera criticarle por comprometerse: lo contrario habría resultado mucho más impúdico.

Llegan las limusinas

Cuando Whoopi rompió a hablar, hacía rato que había empezado la fiesta. Las primeras limusinas que llegaron vomitaron, como de costumbre, a productores de tercera y parientes lejanos de quién sabe quién que habían conseguido milagrosamente una invitación; luego llegaron los peces gordos, y los actores y actrices que emocionan o fascinan, o ambas cosas a la vez, al público. Amabilísimo, Anthony Hopkins fue el primero en arribar y uno de los que más se entretuvieron dejándose entrevistar por la prensa. Tommy Lee Jones también dejó de correr para explayarse a gusto con la prensa: el hombre lleva 20 años trabajando duramente -y de duro-, con poca repercusión, y ahora está encantado de expresarse. Como saben, va a ser Noriega en el filme de Oliver Stone.Espectaculares pero nada pasadas de adornos -por oposición al año pasado, en que hubo mucha Barbie-, las actrices llegaron cortando el aliento a los curiosos. Marisa Tomei, de blanco, se ha cortado el pelo y el provincianismo; Sharon Stone, en plan Sangre y arena, de negro y con onda en la frente, bajo un enigmático velo; Glenn Close, de pedrería gris; Ellen Barkin -acompañada por John Turturro, el actor de los hermanos Coen, que acaba de debutar como director-, de lamé dorado; Geena Davies, con un drapeado francamente estimulante. Y todas, o casi todas, luciendo joyas prestadas por Harry Winston, el joyero de élite que desde hace 10 años pone el contenido de sus estuches a disposición de las estrellas, sin que a ninguna se le haya extraviado, por ahora, ningún diamante.

Los 'bellezos'

La cosecha de asistentes masculinos era también apabullante. A los bellezos que ya conocemos -Harrison Ford, Tom Cruise, Jeremy Irons, Jeff Bridges, Kurt Russell- se sumó una pléyade de refuerzos procedentes de las mejores canteras de la actuación. Ahí tenían a Lian Neeson, de origen irlandés, que se ha matado haciendo series B hasta emerger como un magnífico Oskar Schindler que transmite sexualidad; el propio Tommy Lee Jones, que es exactamente un hombre que seviste por los pies, como dicen las abuelas; Hanks, lejos de la comicidad de Big, frágil y sensible; y el descubrimiento Ralph Fiennes, el malísimo de La lista de Schindler, que ha perdido ya los 13 kilos que engordó para exteriorizar la monstruosidad de su personaje. Este actor escocés se añade a los británicos que mandan en este momento, entre los que se incluye el dúctil Daniel Day-Lewis, otro bombonazo.La era Clinton -¿o Hillary?- ha empezado a notarse también en los oscars, a cuya ceremonia parece haberle llegado también la cartilla de la Seguridad Social o, al menos, de la sanidad: las películas e intérpretes nominados parecen pertenecer sin fanfarria a un mundo cada vez más en crisis. Y hasta la misterosa desaparición de Macaulay Culkin en el último momento -tenía que abrir el sobre que llevaba en la boca el dinosaurio- en beneficio del hijo bueno Elijah Wood puede deberse a que la organización se ha cansado de los caprichitos de papá Macaulay, una especie de mamá de la Pantoja a lo bestia, y ha decidido dejarles a los dos solos en casa.

Los premios especiales estuvieron presididos por el azul: el del traje a lo Isabel II de esa otra reina que es Deborah Kerr -vergüenza para la Academia por no haber premiado anteriormente alguna de sus grandes interpretaciones: La noche de la iguana o Mesas separadas- y el de los ojos de Paul Newman, que con los años se ha ido convirtiendo en un hermoso y severo senor. Aquella sonrisa burlona que nos seducía la perdió, seguramente, el día que su hijo Scott se suicidó, empujado por la droga. Y, al recibir el Premio Jean Hersot por su labor humanitaria, era como el paradigma moral del Hollywood más preocupado y un actor con sus dos caras: la de los triunfos profesionales y la de las derrotas personales.

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