Mofletes, pelucón y una voz profunda
Quiso ser arquitecto, pero la guerra, como a tantos, le cortó los sueños. Su padre, militar republicano, perdió cuanto tenía y casi también la vida, esperando en la cárcel la ejecución de la sentencia que finalmente no se cumplió. En aquellas circunstancias, el joven Fernando se introdujo en el cine como extra. Y así, apareció vestido de cazador africano en Los cuatro robinsones, su primer trabajo, una comedia disparatada en la que, en broma, se hablaba del hambre de aquellos años duros. Hambre que sufrían el propio Fernando y su madre, realquilados en un cuarto, empeñando las pocas cosas que la guerra les había dejado. Por ello, el primer recuerdo del cine que conservó Fernando Rey durante toda su vida fue aquella tortilla francesa que en un descanso se comía, insolidario, el gran actor Antonio Vico.Al parecer, era fácil entonces hacer carrera en el cine. La guerra y el exilio habían diezmado la nómina de actores y quien tuviera una figura aparente y mucha disposición podía encontrar un hueco entre las cámaras. Nada mejor tenía para hacer y, sin vocación, casi sin ganas, fue aceptando pequeños papeles en aquellas películas triunfalistas de los años cuarenta, en las que la realidad se camuflaba casi por decreto. Y él también podía así camuflar su frustración de estudiante, de perdedor en la guerra, de hijo de familia rica venida a menos, de liberal con ideas impropias del imperio que Franco nos quería construir. ¡Qué poco sabía entonces que acabaría convirtiéndose en una de las grandes figuras del cine español cuando, vestido de escocés, bailaba ridículamente en Eugenia de Montijo!
Un hombre poco ambicioso
Eran los años de los pelucones, de los trajes de época imposibles, de las frases rimbombantes. Su cara, adornada con dos mofletes que le avergonzaban, era compensada con una voz única, personal, grave, profunda, delicada. Esa voz fue su arma: en Fuenteovejuna, en La pródiga, en Reina Santa, en La princesa de los Ursinos y en, por supuesto, Locura de amor, el gran éxito del cine español de los cuarenta, que permitió a sus actores, especialmente Jorge Mistral y Sara Montiel, abrirse una nueva carrera en México. También él lo intentó, pero optó por regresar a España y seguir interviniendo en esas películas "históricas".
No era un hombre de grandes ambiciones. Incluso años después, habiendo alcanzado el mayor éxito que era probable para un actor español, vivía como si todo le estuviera ocurriendo a otra persona, como si sólo fuera mérito del azar.
Pero no lo era tanto. Cierto que su trabajo en aquellas grandilocuentes películas de la posguerra no puede considerarse modélico. Pero él aportaba una sinceridad que superó siempre sus deficiencias como actor. Con el tiempo, sí se hizo más firme, más seguro, pero en aquellos primeros años, en los que tampoco el cine español era exigente, Fernando Rey se limitaba a cumplir y aprender silenciosamente el buen oficio de los cómicos. A los que quería.
Fue solidario con sus compañeros cuando en los años cincuenta se puso de moda la contratación de actores extranjeros. Lideró la lucha contra el doblaje y ello le valió represalias y el paro. Y volvió a sentir la injusticia en su propia piel, sin comprender por qué le ocurría eso, puesto que él, dócilmente, no había puesto reparos ni en intervenir en películas que pudieran contradecir sus ideas -en La señora de Fátima, por ejemplo, donde encarnaba a un pérfido comunista dispuesto a hacer perder la fe religiosa de todo un pueblo- Si no tenía vocación de actor sí respeto a la profesionalidad y a la solidaridad con los suyos.
Ello le llevó a compartir el tren clandestino de los comunistas y, entre otras actividades, a vincularse a Uninci, la productora que diera luz verde a Bardem, a Berlanga y años después a Buñuel. En ella, Reyaportó su voz a Bienvenido mister Marshall, la película que rompió los moldes del cine español.
Fue también con Uninci con la que firmó Sonatas interpretando al capitán Casares. La película circuló por México, y por un nuevo giro del azar, le vio Buñuel, que dicen que quedó fascinado al comprobar lo bien que Fernando Rey hacía de muerto. Una broma que cambió su vida de trabajo, llevándole a un reconocimiento internacional.
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