Teoría del elogio insultante
TRAVESÍAS ANTONIO MUÑOZ MOLINA
Casi nunca se formula en la sociedad literaria española un elogio de un libro o de un escritor que no lleve consigo una cierta dosis de insulto hacia otros. Al leer una crítica favorable, el escritor cauteloso se pregunta contra quién se dirigen abiertamente o con segundas las opiniones entusiastas de las que él es destinatario. Cuando alguien se deshace en elogios lo hace muchas veces menos por admiración que por vanidad, por condecorarse a sí mismo con el despliegue de sus propias facultades de discernimiento, y también para usar sus elogios como un arma arrojadiza contra quien no le parece digno de recibirlos. El extremo de esa costumbre es que para celebrar un libro se denosten todos los demás que ha escrito su autor, lo cual suele provocar en el elogiado una sensación como la que dejan en el paladar esos jarabes que al probarlos empiezan empalagando y luego acaban como en un regusto de ortigas.-Tu primer libro es genial -dirá el elogiador insultante-. Para mi gusto, nada de lo que has hecho después puede comparársele.
Yo no sé qué da más miedo, si el elogio incondicional y despiadado o la negación inapelable. Aquí parece que no hay término medio entre la genialidad instantánea y el absoluto ridículo, y el escritor inexperto al que se le atribuye la primera no sabe lo cerca que está de tropezar y caer en el segundo, a poco que cambien los vientos arrojadizos de la moda intelectual o que aparezca otro genio más proclive a convertirse en vehículo para la vanidad de quienes lo celebran y en kamikaze voluntario contra aquellos a los que ahora toca rebajar. Leer con atención y juzgar con ecuanimidad apasionada y lúcida una obra literaria son tareas fatigosas para las que casi nadie tiene tiempo. Al erigir un libro recién aparecido en la obra maestra de los últimos 10 años, o al fulminarlo en medio folio sin misericordia, debe lograrse un sentimiento como de potestad irrisoria y poco ventilada del mundo donde se mueve el gremio español de la literatura.
Pero las obras maestras son tan escasas como difíciles de reconocer a primera vista por sus contemporáneos y a nadie puede exigírsele que las escriba, y me-_ aún echarle en cara que no las haya escrito. De la misma familia delelogio insultante es el elogio amenazador, que es el que le hacen a uno advirtiéndole al mismo tiempo que tendrá que pagar intereses usuarios en el porvenir por los méritos que se le reconocen ahora:
-Tu libro es magnífico, chico -dice el elogiador, siempre con un punto de condolencia en su felicitación-. Así que vete preparando, porque todo el mundo va a esperar el próximo con el hacha levantada.
Por todo el mundo el celebrante bilioso entiende a los que son como él, que afortunadamente no pasan de dos o tres docenas, porque los demás, esa inmensa minoría que es el público de la literatura, suelen aproximarse a los libros con más calma, sin apelar a la canonización ni a la hoguera, y compran y leen una novela de un autor por la simple y honesta razón de que les han gustado las otras suyas que conocían, igual que uno tiende a volver a los lugares que lo conmovieron o en los que fue feliz, sabiendo que la decepción es tan posible como la maravilla, pero que entre los extremos de ambas caben valiosas amplitudes de aprendizaje, reconocimiento y deleite.
A diferencia del lector común, el literato resabiado parece que sólo alimenta su capacidad de admiración con la energía vengativa de sus negaciones. Para admirar a Cela, Francisco Umbral lleva décadas insultando a Galdós y a Baroja con una saña que se le vuelve más virulenta y monótona a cada libro que escribe, como si lo sacara de quicio que, a pesar de su furia, ni Galdós ni Baroja hayan desaparecido de las bibliotecas. Se publica una novela de Raúl del Pozo y observo que ni en una sola de las crónicas de su presentación, apadrinada por Cela, ni en las reseñas entusiastas que le dedican sus colegas del columnismo diario, falta, junto a los elogios, el insulto correlativo a casi todos los demás novelistas españoles. Resulta, según leo, que el principal mérito del libro es humillar y desenmascarar, con el solo brillo de su perfección, a una vaga turba de escritores jovenes cuyos nombres nunca se dicen, pero que al parecer apenas saben redactar, no tienen dignidad ni lectores y viven de las subvenciones del Ministerio de Cultura, alentados y protegidos por Carmen Romero.
La broma ya cansa, por repetida y por embustera, pero a mí, más que irritarme, me sirve para cobrar conciencia del cambio de los tiempos y de las generaciones en nuestra menesterosa literatura. Queda del franquismo una mala leche profesional, conspiradora y bronquítica, una propensión enrarecida al chisme y a la malevolencia que algunos despistados toman aún por agudeza. Lo que molesta a los incorruptibles columnistas y a los costaleros de Camilo José Cela es la ley natural en virtud de la cual otras generaciones han irrumpido en la literatura española, cometiendo el atrevimiento involuntario de merecer la atención de los lectores y de poner en duda el cavernoso ecalafón en el que todos ellos sesteaban, como si hubieran obtenido por oposición plazas inamovibles de malditismo o de genialidad.
Puede que la novela de Raúl del Pozo sea más admirable que cualquiera de las que hemos escrito y publicado en la última década los novelistas de mi generación. Si de verdad lo es -y debe de serlo, cuando la patrocina un premio Nobel-, no hará falta que se resalten sus virtudes comparándola con las penosas novelitas perpetradas por nuestra incompetencia. Aun así, prefiero que el azar me haya hecho vivir y escribir en estos tiempos y tener compañeros de oficio a los que tal vez no me unen. otras cosas que una edad aproximada, una afición irónica y laboriosa a la literatura y una notable falta de habilidad para el elogio vengativo y la calumnia simpática. Es posible que con los años nos volvamos propensos a la arterioesclerosis y a la vanagloria: por ahora nos cabe la tranquilidad de que ninguno de nosotros es un genio, alivio grande en un país tan superpoblado de ellos.
Babelia
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