La industria del arrepentimiento
Allá en los años veinte, durante nuestra breve infancia de confesiones y comuniones, era normal que el sacerdote de turno instara fogosamente al arrepentimiento: sin embargo, para llegar a ese tramo de posible indulgencia había que, previamente, localizar (o, por lo menos, inventar) el pecado. La invención de pecados era algo que proporcionaba disfrute a ambos contendientes: al niño, porque significaba su primer ejercicio de imaginación; y al cura, porque le permitía desplegar su vasto repertorio de flagelaciones espirituales, en la vana creencia de que el fingidor de pecados iba después a perder el tiempo susurrando las decenas de padrenuestros y avemarías que le eran puntualmente asignados. En realidad, debe reconocerse que los confesores fueron, entre otras cosas, los primeros y eficaces promotores de la masturbación, ya que su pregunta inevitable era: %Tú te toqueteas?". Casi ninguno sabía de qué se trataba, pero, ya que aquel pecado era tan importante y hasta otorgaba cierto prestigio facineroso, todos decíamos que sí, y entonces la voz del sacerdote destilaba soberbia al describirnos a Satanás y enumerarnos el repertorio de sus tentaciones. Era entonces que aparecía la exhortación al arrepentimiento, casi como un indulto de la guillotina. Es claro que, con semejantes facilidades, uno ingresaba precozmente al agnosticismo.Todo esto viene a cuento porque hoy el arrepentimiento (ya no religioso, sino político) se ha convertido en una industria lucrativa. "Ahora", dice Baudrillard, "todo el siglo al completo se arrepiente, el arrepentimiento de clase (o de raza) se impone por doquier al orgullo y a la conciencia de clase". Aquí también, como en la catequesis del viejo confesor, el arrepentimiento es una fase posterior al reconocimiento del pecado. Y ya que este arrepentimiento da prestigio, nada mejor que lanzarse a la invención desenfrenada de pecados propios, no importa si veniales o mortales. Los grandes predicadores/ exor0stas de este fin de siglo (los Reagan, Thatcher, Bush, Walesa, Yeltsin, y last but not least, el papa Wojtyla) exigen el arrepentimiento como el obligado peaje para ingresar en el Welfare State universal.
Por lo pronto, abundan los partidos políticos que hacen cola en la ventanilla donde se ficha a los arrepentidos. Al llegar allí, unos entregan la palabra popular, otros depositan el término social o se despojan de su condición cristiana, otros más abdican su atributo socialista, y nunca falta alguno que se desprende, rojo de vergüenza, del rótulo marxista. En compensacion, el Big Brother y otros pastores de almas y de armas les van entregando el codiciado carnet de demócrata.
Después de todo, el arrepentimiento tiene una vieja tradición. El primero en arrepentirse fue nada menos que el mismísimo Dios. Así al menos consta en el Antiguo Testamento: "Y se arrepintió Jehová de haber hecho hombre en la tierra, y le dolió en su corazón" (Génesis, 6;6). "El que se arrepiente es como el que no ha pecado", sentenció por su parte Mahoma, pero el pragmático y previsor La Rochefoucauld reflexionó un siglo después: "Nuestro arrepentimiento no es tanto una contrición por el mal que hemos hecho, como un temor por el que puedan hacernos". Gracias a esa ingeniosa manipulación, y también a la avalancha de arrepentidos, la democracia, que era una doctrina política y/ o un sistema de gobierno (no sé si el mejor, pero seguramente el menos injusto), se ha convertido en una transnacional de amplísimo espectro, en la que hasta tienen cabida los golpistas como Fujimori o los incendiarios (además de golpistas) como Pinochet o Yeltsin.
En su último libro, La ilusión del fin, Jean Baudrillard, brillante como siempre en su faena agorera y desalentadora, acuña un nuevo y provocativo rótulo: la huelga de los acontecimientos. Insinuante etiqueta para moverse en la abstracción. Sin embargo, en la realidad monda y lironda parece hoy más reconocble la huelga de principios. C así un paro general. Es obvio que asistimos a una liquidación de saldos. Saldos de xenofobia, de colonialismo, de segregación racial, de liberalismo, de fascismo, de comunismo; saldos de modernismo, de capitalismo, de consumismo, de tecnocracia, de nomenclaturas, de burocracia. A veces, quienes aprovechan semejantes rebajas adquieren a bajo coste cualquiera de esos retazos y, mediante el sencillo recurso de agregarles el candoroso prefijo neo y someterlos a un aparente reciclaje, los introducen nuevamente en el mercado de consumo ideológico bajo las remozadas etiquetas de neoliberalismo, neocolonialismo, neofiascismo, etcétera. Lo malo es que en ese baratillo de fin de estación también se ofrecen saldos de ética y a nadie se le ocurre acoplarles el prefijo neo.
El capitalismo salvaje, tardíamente estigmatizado por el Papa, se ha ido mimetizando en neoliberalismo salvaje, hasta ahora prudentemente ignorado por el Pontífice. La contrición lleva a la servidumbre social; de ahí que a los decididores neoliberales les sea tan rentable el arrepentimiento como la trajinada plusvalía. La servidumbre social es pieza fundamental en el aumento y esplendor de la renta per capita. A mayor mansedumbre en las bajas capas de la sociedad, más redituable imagen en los foros internacionales. Aunque en las intransigentes cartas de intención no se usen términos tan rudos, al Fondo Monetario y otros inexorables no les interesa en absoluto la eliminación de la pobreza, sino la supresión, no importa a qué precio, de la rebeldía de los pobres. ¿Cómo no se dieron cuenta los revoltosos de Santiago del Estero que Argentina, tal como proclama su presidente, había ingresado por fin al Primer Mundo y que eso era mucho más relevante que sus sueldos, tan miserables como impagos? ¿Cómo no advirtieron los chiapanecos, pobres de solemnidad, que su proyecto de insurrección armada no contaba con la anuencia de Octavio Paz y en consecuencia iba a perjudicar la aplicación de ese famoso TLC, destinado a enterrarlos cada vez más en su pozo de miseria? ¿Cómo los zapatistas se atreven a hablar de democracia, libertad y justicia, cuando esas palabras sólo tienen validez en la boca inmaculada de los blancos?
No todo está dicho, sin embargo. Poco antes del levantamiento de Chiapas apareció un interesante y polémico libro del mexicano Jorge Castañeda: La utopía desarmada. Es curioso que esa seria y documentada reflexión sobre el futuro de la izquierda en América Latina se base primordialmente en fuentes norteamericanas. Quizá por ello el extenso ensayo aparezca sobre todo como un honesto esfuerzo por explicar las intenciones y los rumbos de la política económica del neoliberalismo, aunque de paso sirva para comprobar varias de sus dificultades y carencias. Así, por ejemplo, cuando anota: "Pero a corto y mediano plazo, esas políticas agravan de manera inevitable la desigualdad, ensanchan la brecha entre ricos y pobres, desgarran la frágil red existente de seguridad social y exacerban el resentimiento entre los pobres-cadavez más pobres- hacia la riqueza de los ricos -cada vez más ricos- El estallido pende sobre el destino de estos países; se vuelve casi inevitable, si bien no en todas partes, en algunas: si bien no de inmediato, en algún momento". En otras predicciones, es posible que Castañeda esté demasiado pendiente de los analistas norteamericanos, siempre más atentos a las estadísticas que a las realidades no encuestadas, pero al menos en este pronóstico acertó. Quizá no pensó que el estallido pendía sobre su propio (y hasta ayer rigurosamente controlado) país; tal vez creyó que en todo caso iba a producirse en algún momento, pero en cambio fue de inmediato. Y por último, su propio título quedó algo desfasado, ya que la utopia desarmada imprevistamente se volvió a armar.
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La industria del arrepentimiento
Viene de la página anteriorSólo falta saber si estos miles de indígenas zapatistas elegirán el arrepentimiento como forma (o tabla) de salvación y si comprenderán, ellos también, que ese arrepentimiento es una fase posterior al reconocimiento del pecado. Ahora bien, ¿qué pecados deberán reconocer los chiapanecos? ¿El despojo de sus tierras? ¿El avasallamiento de sus tradiciones? ¿El odio que provocan en los ganaderos, que sin embargo los explotan? ¿Su reclamo de un espacio democrático? ¿El desdén que los blancos les consagran?
Pese a ciertos fatalismos de trocha angosta, algo parece estar cambiando, al menos en América Latina. Los gobernantes recientemente electos en Venezuela, Honduras y Costa Rica, así como la oposición (que verosímilmente llegará al Gobierno) en Brasil y Uruguay, se oponen tajantemente a la política neoliberal, en tanto que en México el estallido de Chiapas ha significado un varapalo histórico a la política neoliberal del presidente Salinas y a las derivaciones sociales de su obra suprema: el NAFTA (ahora ha pasado a llamarse discretamente TLC, quizá para despojarlo de su acepción más combustible). Como ha declarado Carlos Fuentes, "es indudable que los tiros del Ejército Zapatista, hasta los que se dispararon con fusiles de madera, dieron en el blanco y han transformado a México".
Es cierto que el arrepentimiento se ha convertido en una industria lucrativa. Todos los días nos enteramos de que algún político, algún intelectual, algún politólogo, algún economista y sobre, todo algún oportunista concurren al confesionario del Imperio, o a alguna de sus parroquias de moda, con toda su filatelia de pecados. En vez de elaborar el duelo de algún legítimo desencanto, reniegan allí de su pasado solidario, de su faena por causas justas, de su defensa de los derechos humanos, de su asco hacia la tortura. El mundo consumista los recibe con los brazos abiertos, y de paso les roba la billetera. No obstante, los privilegiados del canibalismo económico nunca los admitirán verdaderamente entre los suyos. Saben, como cualquier hijo de vecino, que en el mercado de la deslealtad el arrepentimiento no es la más fiable de las garantías.
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