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En el reino animal

Antonio Muñoz Molina

Conforme anochecía sobre el Zoológico de Madrid, la Casa de Campo iba cobrando una oscuridad y un peligro imaginado de selva, y a los padres más rezagados que aún recorríamos con nuestros hijos aquellas soledades nos daba el miedo antiguo a perdemos en un bosque, sobre todo cuando escuchábamos, en el silencio del paraje desierto y en la declinante luz gris, los rugidos de un tigre o de un león, el barritar tremendo de un elefante resonando en concavidades de hormigón, el graznido de algún pájaro que desplegaba las alas sobre las copas de los árboles con una brusca sacudida como las lonas al viento.Habíamos presenciado la melancolía mugrienta de los animales cautivos, su pereza insana y penitenciaria, su majestad de monarcas derribados, nos habíamos internado en lúgubres corredores de cemento en los que a veces se veía, al fondo, en una penumbra erizada de rejas, a un gorila inmóvil, que nos miraba pasar con un brillo alerta y rencoroso en los ojos hundidos entre la pelambre, como un recluso en una celda de castigo. Pero fue caer la noche y quedarnos solos por aquellos caminos del zoológico, y la oscuridad pareció que devolvía al reino animal sus potestades arcaicas, y que éramos nosotros, los humanos, quienes debíamos huir y protegemos, tan débiles y tan a merced de sus hocicos, sus pupilas y sus garras como los viajeros que se pierden de noche en los bosques poblados de lobos de los cuentos.

En el primer volumen de su abrumadora monografía El presente eterno, que trata de los orígenes de la pintura y de la escultura, Sigfried Giedion explica que la preponderancia de la figura humana sobre la del animal en la religión y en el arte es sumamente tardía, una moda que en la tradición occidental apenas viene durando unos cuatro mil años. En las cuevas paleolíticas y en las tumbas egipcias, donde la teología es una rama no de la literatura, sino de la zoología fantástica, se representa la gloria impenetrable y austera del animal sagrado, el bisonte, el ciervo, el toro, el chacal, el cocodrilo, el halcón, el gato. En los mármoles del Partenón que se custodian en el Museo Británico bajo una luz de cámara frigorífica, las quijadas, las crines, los torsos levantados de los caballos poseen un ímpetu y una furiosa belleza muy superiores a las de los jinetes que los montan. La leona herida por la flecha de un cazador asirio es como el testimonio del fin de la primacía de los animales, el monumento funerario no sólo de su reinado, sino de su presencia en el arte, en la imaginación humana: derrotado el Minotauro, aniquilado por Teseo en el centro mismo de su dominio, la presencia del animal se disuelve en domesticidad y pasatiempo, en la pura invisibilidad de lo trivial: casi nadie espera en el gran perro solemne que hay en Las meninas.

Con el manillar y el síllín de una bicicleta reducida a chatarra, Picasso restableció en el arte moderno la idolatría de la cabeza del toro, que se le fue volviendo obsesiva según pasaron los años, y él mismo se vio confinado en la monstruosidad de una vejez nonegaria y plutócrata. En Madrid, estos días, en dos exposiciones, los animales parece que vuelven como de la indignidad, de la decoración o el exilio, y que recobran una frágil primacía en el arte: el mono, el burro, el cerdo, la cabra, en las esculturas de bronce y en los cuadros últimos de Miquel Barceló, que dan una oquedad de cueva prehistórica a las paredes de la galería Soledad Lorenzo; el toro, el perro, la cabra y el ciervo en los cuadros de Juan Vida, en la galería Almirante, donde la mirada atraviesa paisajes suburbanos y horizontes de lejanías y de ruinas industriales con un hipnotismo de travelling cinematográfico.

Los animales de Miquel Barceló son bestias díscolas que irrumpen en el estudio, se suben a las mesas y a las estanterías y provocan derrumbes polvorientos de libros, muerden con avidez y se llevan entre los dientes lo primero que encuentran, lo mismo un calendario que un puñado de hojas con bocetos. El cerdo, la cabra, el mono son la alegría voraz y el contratiempo de lo inesperado, el tumulto de la casualidad que lo trastoca y lo desbarata sin escrúpulos todo y que, sin embargo, acaba agregándose a la obra de arte, igual que la luz o que la textura del lienzo, o que un paquete vacío de tabaco que se convierte en una mancha azul: en los cuadros, Miquel Barceló se retrata a sí mismo doblegado en el estudio sobre una hoja de papel, queriendo dibujar a toda velocidad lo que está sucediendo, y de nuevo es aquí pertinente el ejemplo de Las meninas, que trata justo de eso, de la irrupción de lo imprevisto en las maquinaciones intelectuales de la pintura, del modo en que la causalidad interfiere y mejora la invención.

Los animales de Miquel Barceló tienen una cercanía invasora; los de Juan Vida están mirando y pintados desde lejos, con una premiosidad de láminas en un libro escolar de ciencias naturales, con una distancia que es la que los separa de nosotros, la del reino inviolado en el que viven y desde el que nos miran sin que podamos saber nunca cómo es lo que ven. En los cuadros de Juan Vida, extraviados en paisajes donde la naturaleza y la presencia humana han sido borradas por igual, según el moderno principio de desolación de los extrarradios, los animales pacen ensimismadamente o miran y permanecen quietos como estatuas de animales sagrados.

Hay siempre en torno a ellos en los horizontes en los que se pierden, una claridad ocre y rojiza, como ese fulgor opaco que adquieren las tierras deshabitadas baldías cuando se ha ocultado el sol y todavía es de noche. Hay veces en que delante de un cuadro se tiene la misma sensación de familiaridad imposible que al entrar en una casa que nos recuerda la infancia: mirando los cuadros de Juan Vida, yo me di cuenta de que en ellos estaba pintado aquel anochecer de verano en que las arboledas y los roquedales de hormigón de la Casa de Campo se me empezaron a convertir imaginariamente en las extensiones tenebrosas del reino animal.

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