Divos
Ellos son lánguidos, etéreos -a veces, pesos pesados; pero etéreos en arte, que es lo que importa-, espirituales. Tienen un don: el mágico instrumento de su garganta, que con duro trabajo, perseverancia y talento, convierten en un bien público, en un regalo del cielo que a su vez se derrama sobre los amantes del género. Divos y divas de la ópera practican el do-re-mi en su olimpo y luego se aparecen en los mejores escenarios del mundo, y son románticos amantes desesperados, o heroicos patriotas, o frágiles modistillas, o soberbias reinas. Impresionan.Luego resulta que, en su mayoría -y pese a que se les llenan las respectivas bocas de sones patrióticos-, tienen la residencia en un paraíso fiscal, Andorra o Liechtenstein, o Panamá, o las islas Caimán, como quien dice. Y cuando se escarba un poco en sus enormes emolumentos que impedirán para siempre que la ópera que tanto dicen amar se convierta en un objeto de placer al alcance de todos, sucede que no todo es trigo limpio, y que la pobre Violeta está forrada en Suiza, y Andrea Chénier, después de pasar por el cadalso, cobró de tapadillo. Malos tiempos para la lírica.
Hace poco, la soprano Kathleen Battle fue despedida de la ópera de Nueva York por haber abusado de su talante caprichoso; ahora surge el escándalo de José Carreras. El problema puede consistir en que los divos se creen divinos: más allá del bien y del mal. Y sólo son necesarios.
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