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NOSTALGIA DE UNA CIUDAD 'BEAT'

Allen Ginsberg vuelve a Tanger

El poeta norteamericano recuerda una época y una generación en los mismos lugares que recorrió hace 30 años

Tahar Ben Jelloun

¿Qué hace que Tánger, una ciudad mítica sin otro mito que la imaginación de algunos artistas en busca de un exotismo no demasiado perturbador, siga atrayendo a escritores, pintores, diplomáticos retirados y otros viajeros solitarios?¿Qué hace que este lugar pudiera impresionar a Eugene Delacroix, quien escribía en su diario el 29 de febrero de 1832: "...Si un día pueden perder algunos meses, vengan a Berbería; allí verán lo natural, siempre oculto en nuestras comarcas, sentirán más la preciosa y rara influencia del sol que da a todas las cosas una vida penetrante..."? ¿Por qué Matisse esperó 30 días en su habitación del hotel Ville de France el final de las lluvias torrenciales para captar por fin ese sol y, sobre todo, esa luz que transformó su forma de pintar a partir de 1912? ¿Por qué Jean Genet, que escribía en el Journal du Voleur que "esa ciudad representaba para mí tan bien, tan excelentemente, la Traición, que allí sólo podría atracar, tenía un sentimiento tan ambiguo respecto a ella?

La gente de Tánger, gente de la medina, gente sencilla, se lo pregunta. No comprende por qué siguen interesándose por una ciudad que ha camuflado su pasado y que ha quedado bastante desfigurada por un urbanismo anárquico que obedece a imperativos inconfesables, una ciudad cada vez más abandonada a sí misma, sucia, ruidosa, poco querida, por no decir desamparada, por las compañías aéreas (Air France ha suprimido su vuelo directo semanal) y por los profesionales del turismo, que llegan a olvidar su existencia en sus folletos. Parece que la culpa es de los hoteleros, que trabajan de forma mediocre. Todo deja que desear. No es una fatalidad. Pero se diría que todo el mundo se ha puesto de acuerdo para que Tánger se suma en una suave y lenta decadencia, ahmentada de nostalgía y de pasteles rancios.

Tánger tiene sus fieles sea cual sea su estado. Lo s del verano son más numerosos que los del invierno. Pero, probablemente, son estos últimos los que la quieren más. Hay que estar locamente enamorado de esta ciudad para seguir defendiéndola contra viento y marea. Los locos por Tánger" son personajes de la alta costura como Jean-Louis Schérer o Patrick Lavoix, de Dior; o de la publicidad, como Philippe Lorin; o del espectáculo, como Fernando del cine, como G. P. Lombroso, Salvy Guide. A fin de cuentas, son numerosos. Militan por que la ciudad salga de su marasmo, para que las autoridades decidan hacer de ella la puerta de África y la ventana a Euro a Los economistas y los financieros no se interesan por ella, a pesar de la instauración de un paraíso fiscal. Sólo los poetas conocen su precio y su valor.

El poeta estadounidense Allen Ginsberg ha elegido el mes de diciembre para volver a esta ciudad, con la esperanza de encontrar de nuevo las huellas de un pasado no tan lejano, un pasado hecho de alegría tranquila, de escritura espontánea, de fiestas entre hombres. Recuerda que él y sus amigos fumaban hachís y otras hierbas al mismo tiempo que hacían el amor con Paco, Ahmed, Jack, William, Peter y otros cuyos nombres han sido olvidados porque no eran ni poetas ni rebeldes, sino simplemente jóvenes desocupados a los que no repugnaba ir con extranjeros por un poco de dinero, un poco de amistad.

Era la época en que Tánger era la elegida por la imaginación de estos poetas que habían roto con Occidente y la sociedad de consumo. Se encontraban como si tuvieran que retirarse del mundo, como si el tiempo se parara y llenara su disponibilidad de imágenes fabulosas.

Allen Ginsberg ha envejecido y ha adelgazado mucho. Ha perdido el pelo, pero ha conservado la misma malicia en sus ojos. Con 68 años, está imbuido de serenidad, calma y gran esperanza. Habla buscando las palabras exactas en francés y a veces en español. Este viaje a Tánger tiene algo especial. Desde luego, ha deambulado por la ciudad vieja, se ha parado ante el café Central en el Zoco Chico, ha comprobado que es más pequeño que en el recuerdo que conservaba de él, que el café que había enfrente se ha convertido en un bazar de artesanía, que la gente no ha cambiado mucho salvo que algunos jóvenes resultan cargantes, un poco pesados, cuando ven a un extranjero y, si hace falta, le provocan con amenazas verbales cuando se muestra firme en su voluntad de pasear solo. Ha vuelto a ver los lugares en los que se reunió en 1957 con William Borrouglis, a quien había conocido en 1944. Borroughs vino a Tánger porque "podía fumar toda clase de hierbas tranquilamente, conocer a chicos de todas las nacionalidades, convertirlos, en sus amantes y escribir con plena libertad". Jack Kerouac tambien se unió a él. Formaban un grupo de poetas rebeldes en la Norteamérica considerada por Ginsberg como "uno de los principales Judá del mundo contemporáneo", un grupo enamorado de la libertad, Hasta su escritura no pretendía ser más que la expresión de esa libertad total, desnuda, absoluta. No era ni una lucha ni una proyección de su propio dolor, su sufrimiento íntimo; para Ginsberg, el de vivir con una madre que se había vuelto loca. Escribió en Kaddish una letanía sobre Naomi, su madre, embrutecida hasta el extremo por la vida, por el exilio y des, pues por la psiquiatría: "Una mano tiesa / la pesadez de la cuarentena, la menopausia, / trastornada por una crisis cardiaca, coja, / arrugas, / cicatrices en la cabeza, / lobotomía, / ruina, la mano colgante apuntando a la muerte".Viaje de despedida

Hoy, Allen Ginsberg ha venido a Tánger para pasar un rato con un viejo amigo que está enfermó, pero que conserva toda su lucidez. Se trata de Paul Bowles, de 83 años, que vive solo en un piso pequeño, escribiendo y componiendo música. Puede que sea la última vez que Allen Ginsberg vea a Paul Bowles. Se ha pasado horas hablando con él. Sabe, sin confesarlo, que es el viaje de despedida. Me dice: "Le quiero mucho, igual que a Borrouglis, tiene muchísima fuerza; pero le he encontrado un poco paranoico. ¿Tiene miedo de algo? ¿Hay alguien que le desee mal o que le amenace? ¿Se, censuran sus libros?". No sólo no se utiliza censura alguna en su contra, sino que vive apaciblemente en un país que nunca le ha molestado. Pero puede que no acepte eso en lo que Tánger se ha convertido. Sin duda, no le falta razón para indignarse por el estado en que se encuentra esta ciudad. Allen Ginsberg señala que tanto él como. Bowles viven con la inmensa nostalgia del Tánger de los años cincuenta. Recuerda la época en la que era un remanso de paz para aquella generación de poetas a los que una América aún enferma de macartismo despreciaba, acusándolos de producir "mal gusto, incoherencia e insultos".

Me dice: "Soy mitológicamente un viejo tangerino". La primera vez pasó cuatro meses en esta ciudad, y después regresó en 1961 para quedarse varias semanas. Pero, ¿qué hacía él allí? "Fumábamos, vivíamos, hacíamos el amor entre hombres y éramos felices". Cuando se le habla de la beat generation, dice: "Es un mito inventado por la revista Time". La edición del 9 de junio de 1958 presentaba a Ginsberg como "el jefe de filas reconocido de un grupo de excéntricos que ensalzan el alcohol, la droga, el sexo y la desesperanza" (*).

¿Qué queda de esa imagen? Individuos tranquilos, poetas que se ganan la vida pronunciando conferencias, recitales acompañados por músicos de jazz, creadores reciclados en la publicidad o en la ecología; gente, en fin, que ha encontrado su camino en el budismo zen. Es el caso de Allen Ginsberg. Ya hace 22 anos que adoptó esta "religion sin Dios" y no deja de celebrar el fín de la dicotomía "cuerpoalma". Enseñó esta espiritualidad durante 14 años en Bouldeb, Colorado. La poesía le llevó a la meditación, pero fue sobre todo su viaje a la India con su amigo Peter Orlovsky en 1962 lo que le hizo decidirse a, salir definitivamente de lo que él llama "la teopolítica de las tres religiones molloteístas". Lo cual no le impidió definirse en una ocasión como "un judío budista".Integrismo

El año pasado conoció en Nueva York a Salman Rushdie. Le preguntó si tenía un método para "'la meditación en soledad". Rushdie no lo tenía. El profesor Ginsberg consideró el caso muy grave y urgente y le proporcionó allí mismo unos cuantos elementos para aprender a huir del peso de la soledad y el aislamiento. Me dice: "Es el escritor que más lo necesita".

Mientras conversábamos en un rincón del bar del hotel El Minzah, un hombre, borracho, confundió a Ginsberg con Rushdie. Le dijo que pronto "Irán re tirará la fatwa que le condena a muerte; y será gracias al fortalecimiento de los vínculos entre Marruecos e Irán". Ginsberg se echó a reír. Es cierto que existe un parecido entre los dos escritores, sobre todo de lejos. Ginsberg corrige: "No tenemos la misma boca; la suya es más ancha; él tiene los párpados caídos, y yo no; yo soy más corpulento que él...". Mientras el borracho sigue desbarrando sobre Tánger y Teherán, Ginsberg, que ya,no se ríe, me da su definición del integrismo: "Es un inmenso egoísmo, una pretensión absurda que consiste en ponerse en el lugar de Dios, una vanidad revestida de agresividad, de cólera que llega hasta la locura, hasta el asesinato". Según él, "el integrismo de todas las religiones ha traído mala suerte al mundo. Acentúa el sufrimiento de los pueblos, y Occidente es cómplice de todo eso. No podemos hacer gran cosa por nuestro sufrimiento personal, pero podemos aliviar el de los demás. Y el integrismo está ahí para hacerlo más insoportable y más cruel".

El borracho se ha ido. Contemplamos la medina a través de la ventana. Se ve el famoso hotel Continental, el primer gran hotel construido a la salida del puerto. Tiene un encanto retro. Se ha quedado anticuado. Personajes de novela viven en él todo el año. Hombres solitarios, viajeros sin grandes fortunas, nostálgicos de los años cincuenta. El hotel en el que se alojaba Ginsberg hace 33 años es más discreto, está casi oculto en una callejuela en cuesta. El Mouniria sigue allí. Ginsberg ha ido a visitarlo. Ha visto su habitación. Todo sigue igual que estaba. El tiempo se ha parado en este lugar donde el recuerdo ya no se aburre. Se le saltaban las lágrimas. Para él, Tánger no ha cambiado: "Sólo se ha vuelto un poco más pequeña y un poco más sucia. Pero la gente sigue siendo la misma. Hay menos extranjeros que antes. Mi memoria ha permanecido intacta. Me acuerdo de todo. Era una época de euforia dulce. Tánger estaba tan lejos de Estados Unidos que daba. la impresión de estar en otro planeta". De Marruecos no conoce más que el norte y la ciudad de Marraquech. Hace la promesa de regresar tal vez el año que viene para visitar Fez y Mequinez.

Suena el teléfono en el bar. Le llaman desde Nueva York. Después de la conferencia, vuelve un poco triste: "Me acaban de comunicar la muerte de mi tío, de 82 años", y vuelve a hablar de Paul Bowles: "Estoy leyendo ahora uno de sus libros y pienso en Borroughs, que se ha convertido en un gran pintor. Hasta le he comprado cuadros. También me ha regalado alguno. Hace exposiciones que tienen mucho éxito. Está en plena forma. Es curioso, los poetas que beben alcohol mueren jóvenes y los que fuman viven muchos años". Cita a Jack Kerouac, para quien sólo contaban los dementes, "los que tienen la demencia de vivir, los que no bostezan..., los que quieren disfrutarlo todo en un solo instante".

¿Sigue fumando? Hachís y una nueva droga mal llamada éxtasis. Da empatía, esa facultad de ponerse en el lugar de otro y de percibir lo que siente. "Me desnudo por completo y saco fotos en el espejo y después las expongo". Sigue creyendo, como escribe Christine Tysh, que "la desnudez no es sólo un refugio personal contra las agresiones de los ignorantes, sino también un arma personal y moral" (*) El resto del tiempo, practica el budismo, porque es "una meditación sin el estorbo de ninguna divinidad".El Tánger de hoy no le interesa mucho. Sólo el de finales de los años cincuenta parece contar para él. Tal vez, si sigue obsesionándole sea porque se convirtió en una referencia excepcional de artistas y escritores cuyo punto en común era ser marginados en sus países, rebeldes, inconformistas y a veces homosexuales. Era una ciudad cosmopolita; acababa de renunciar a su condición de ciudad internacional -1957-, pero conservaba aún costumbres y huellas de esa época venturosa para unos, oscura para otros, la época en la que consolidaba sus mitos y sus leyendas. Hay un misterio Tánger. Y eso es lo que más atrae a los poetas. Hoy, Allen Ginsberg se refiere a ese misterio como un "exotismo absoluto que lo hacía todo fácil, la vida, el amor, la creación". En el Tánger de 1993 no ha visto más que las huellas de ese pasado un poco sobrevalorado, un poco mejorado por el recuerdo y por la necesidad de nostalgia. Puede que no se haya dado cuenta de que la ciudad ha engordado y hasta se ha afeado. Le hablo de los barrios periféricos, del control que ejercen los traficantes de droga sobre una parte de la economía de la región, de la lucha que libran organizaciones como la Asociación por la Promoción y la Defensa de Tánger. Ginsberg está demasiado apegado a una imagen más o menos mejorada, más que a una ciudad, real, viva, aunque esté enferma y descuidada.

Ha vuelto sobre sus pasos; más de treinta años después, ha visitado los mismos lugares y ha recordado. Recuerda, emocionado, al pintor Ahmed Yácubi, que murió en Nueva York a finales de los años ochenta. Se acuerda de Tennessee Williams, de Gregory Corso, de Peter Orlovsky, de Brion Gysin, del poeta italiano Porta, de Jean Genet. Le digo que a Genet, al final de sus días, no le gustaba Tánger; lo comparaba con Saint- Tropez. Me dice que no le extraña. Luego le informo de que está enterrado en Larache, a 80 kilómetros al sur de Tánger. Se muestra incrédulo y empieza a contarme una anécdota: "Conocí a Genet en 1968, en Chicago. Intentamos hacer el amor. Yo no sentía ningún deseo. Genet me puso la mano en la bragueta y me dijo: '¡Está blando!', se levantó y dio un portazo. Le conté este episodio a Edmund White, no sé si lo ha conservado.

Ginsberg se mezcla con la multitud del Zoco Chico. Se ha comprado una chilaba de lana. En el anticuario de Boubker ha comprado un lienzo de un jovencísimo pintor tangerino, Temli. Camina lentamente, lo observa todo, presta atención a los ruidos y a los colores. Alza los ojos al cielo. Una luz suave y breve atraviesa Tánger en este crepúsculo de una tarde de, diciembre en la que empieza a llover.

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