Manuscritos perdidos
El aniversario de la muerte de Jaime Gil de Biedma trae consigo una debilitada rememoración pública y una cierta intriga sobre el paradero de sus últimos manuscritos, que él legó a un hombre que ahora acaba de morir; en los papeles y en los objetos, en los lugares donde vive la gente, la muerte suele establecer una cadena de herencias que a veces tarda muy poco en quebrarse, y entonces el piso donde hasta hace nada vivió, alguien es malvendido o simplemente cambia de dueño, y es como si se hubiera producido una, invasión, tras la que no queda ni una sola huella de los antiguos pobladores. En las aceras y en las tiendas del Rastro, lo que más apasiona y también. lo que da más, melancolía es encontrar por todas partes los despojos de vidas pasadas que se quedaron sin nadie que los guardara y les asignara recuerdos, de modo que hay retratos de boda en los que los jóvenes cónyuges tienen una orfandad de padres rechazados por sus hijos, y aparadores y lámparas y mesas de noche que parecen humillados por un fracaso insoportable; en el pasado de cada uno de esos objetos, en su presencia desarreglada y polvorienta en una chamarilería, hay un instante de deslealtad, un drama secreto de abandono, y parece que en esos espejos de los años veinte donde uno se ve de pronto como si visitara el recibidor de una casa de entonces sólo se hubieran mirado personas desesperadas, y que esos juguetes y tebeos que ahora aguardan un destino de basura pertenecieron a niños muertos.En el Rastro yo he encontrado postales con mensajes tontos de amor y un fajo de cartas de recomendación dirigidas al ministro de Fomento en 1916, pulcramente atadas con una goma roja. El Rastro es el sumidero y la cloaca máxima del desapego y el olvido, y en cada ciudad de cada país que visitarnos hay siempre un mercado semejante que nos avisa de que cualquier papel, cualquier libro, cualquiera de las cosas que poseemos y que son testimonios o atributos menores de nuestra existencia, pueden acabar así, en manos de extraños, en almacenes venales, vendidos por casi nada o tirados directamente en uno de esos muladares espectrales de suburbio donde alguna vez vemos erguirse un frigorífico de los años sesenta o un armario de tres cuerpos.
La posteridad culta de los, escritores también tiene algo de tráfico ilegal de reliquias, de Rastro de manuscritos que desaparecen sin huella y de bibliotecas desechas en el plazo irrespetuoso de unos años. Manuscritos inéditos, cartas plenamente vulgares o de una embarazosa intimidad, borradores que fracasaron y que el muerto no se, decidió a tirar, diarios -sobre todo los diarios infinitamente vanidosos y falsos de los escritores que suelen tener una apariencia inequívoca de haber sido escritos con el fin exclusivo de que un biógrafo los lea; yo conozco a un poeta tan considerado con los hispanistas de los próximos siglos y tan cuidadoso de la espontaneidad de los borradores, que les legará para su estudio, que pasa a limpio hasta sus tachones. La literatura, al menos en países menos bárbaros o menos descuidados que el nuestro, tiene una parte de coleccionismo póstumo, de reverencia y de chisme, y hay como un juego o una tensión incesante entre lo que sobrevive, y lo que se pierde, lo qué se publica y lo que no, lo que los herederos ceden o venden o van mostrando gradualmente y lo que es destruido por el fuego o se pierde sin remisión en la permanente catarata de las cosas perdidas, las que no llegan a aparecer ni en los almacenes más imprevisibles del Rastro. Los biógrafos y editores anglosajones alcanzan un virtuosismo en la cacería no ya de manuscritos y cartas, sino de papeles residuales, que tiene algo de invocación espiritista, hasta tal punto que esa búsqueda es, además de una tarea académica y una industria editorial, todo un género literario: Los papeles de Aspern, de Henry James, o la muy reciente Posesión, de A. S. Byatt, son novelas sobre la indagación en busca de testimonios materiales del pasado de los escritores, sobre la codicia y la imposibilidad de averiguar sus secretos desde la lejanía de la muerte y del porvenir.
En España, donde el género, por cierto, se inventó (de lo que trata el Quijote es del hallazgo de cierto manuscrito), la reverencia hacia la literatura es menos intensa que la vocación por el chisme, pero ninguna de las dos compite ventajosamente con los estragos del puro abandono. De novelistas como Dickens o Trollope se publican en Inglaterra colosales biografías cada pocos años, y en Francia, las ediciones de la correspondencia de Flaubert o de Proust abarcan decenas de volúmenes; de don Benito Pérez Galdós apenas sabe nadie nada, y el manuscrito de Fortunata y Jacinta, que para la historia de nuestra literatura es tan relevante como el que tradujo del árabe Cide Hamete Benengeli, se encuentra en la biblioteca de la Universidad de Harvard, adonde también peregrinó Andrés Soria Olmedo para editar las cartas de Pedro Salinas y Jorge Guillén.
El olvido es un delito, pero no estoy seguro de que ciertas variedades obsesivas de la rememoración sean del todo legítimas: algunas veces leo cartas íntimas de escritores, y se me ocurre que nadie tenía. derecho a leerlas más que quien las recibió, y que el periódico o la revista filológica que las publican no son menos despiadados que la acera del Rastro en la que me tropiezo con una postal de amor enviada hace 80 años por un muerto. Noto estos días, leyendo los periódicos, una impaciencia poco disimulada por conocer no sólo el paradero, sino también el contenido de los manuscritos que Jaime Gil de Biedma legó hace cuatro años a su amante ahora muerto: tal vez el destino más piadoso de esos papeles sea que nunca se pierdan y que nunca sea vulnerado su secreto.
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