La injusticia, caldo de cultivo de la revuelta
El Chu Castañón es un chiapaneco cosmopolita. Hace cosa de 10 años asistí a su boda -se casó con una polaca de ojos tristísi mos- en una residencia del Distrito XVI parisiense. Al calor de los tragos de cassis royal, me platicó de su infancia hastiada en la finca cafetalera de su padre. Un día, como se abu rría mucho, su papá le regaló un niño indígena para que jugara. "Cuidalo", le dijo. "Es tuyo". No por casualidad, la injusticia es el caldo de cultivo de la revuelta de Chiapas.
El Chú, hoy un cineasta notable, nació en los años cincuenta de este siglo, y el episodio debe haber ocurrido en la década siguiente. Por esa época el mundo se estremecía con la beatlemanía, soviéticos y estadounidenses se empeñaban en la carrera por llegar a la Luna y en la capital de México se gestaba el movimiento estudiantil de 1968.No puedo evitar el paralelismo entre esa anécdota y la situación que se originó hace dos días: mientras se intercambiaban los protocolos de entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLC) -de la mano del cual México debe ingresar al Primer Mundo- miles de indígenas chiapanecos armados tomaron los cuatro pueblos principales de la región conocida como Los Altos, un altiplano frío que constituye todo un Parque Jurásico humano, y económico. Allí la tenencia de la tierra impone una servidumbre virtual sobre los campesinos; allí los criollos, los mestizos y los colonos de origen alemán han heredado el empeño conquistador de Pedro de Alvarado sobre los naturales; allí el universo social se divide de manera tajante entre una próspera sociedad occidental, comerciante y agroexportadora, y un conjunto miserable y marginado de pueblos milenarios, en muchos de los cuales el español no alcanza m siquiera la categoría de lingua franca.
Muchos televidentes mexicanos no logran distinguir entre las imágenes del momento, las que proceden de Perú o Nicaragua, de aquellas que se originan en una porción de su propio país. Tal vez se trate de una venganza de la historia más, por haber pretendido ignorar, durante más de 150 años, el origen centroamericano de Chiapas, una región que administrativamente correspondía a la Capitanía General de Guatemala y que dependía sólo indirectamente del Virreinato de la Nueva España. Ahora, cuando los movimientos insurgentes centroamericanos se disuelven en una desesperanza regional y el énfasis se coloca en la construcción de institucionalidades democráticas y gobernables, las escenas de tomas armadas rebrotan de este lado del río Suchiate, que separa a México de sus vecinos sureños.
Lo cierto es que las profundas transformaciones sociales impulsadas por la Revolución Mexicana y los gobiernos posteriores no han tenido en Chiapas un seguimiento percepti6le, entre otras cosas porque la Revolución Mexicana no pasó por ahí. La reforma agraria dejó intocados los latifundios chiapanecos. Las tareas educativas y de salud que el Estado mexicano ha desarrollado a lo largo de este siglo en casi todo el territorio nacional, se han visto frenadas en esa entidad por la muralla cultural entre el México mestizo y los reductos de cultura indígena, por la orografía misma y por el hecho de que, una vez establecido el régimen central, sus aliados locales resultaron ser los caciques de toda la vida.
Pero, en otro sentido, esto responde a una tradición profundamente mexicana, que no ha sido posible erradicar en más de siete décadas de regímenes revolucionarios e institucionales. Las sublevaciones campesinas, confundidas en el periodo 1930-1950 con las asonadas caudillistas, tuvieron una expresión más clara en los años sesenta, en Morelos, con el movimiento de Rubén Jaramillo, y en los setenta, con las guerrillas de Genaro Vázquez y Lucio, Cabañas, en Guerrero.
Por lo demás, la génesis nacional y local del enfrentamiento que estalló hace unos días en Chiapas estuvieron durante el ano recién pasado a la vista de quien quisiera verla. Durante 1993, grupos campesinos de diversas regiones del país organizaron sonados movimientos de protesta por el problema de las deudas contraídas con los bancos, los cuales habían venido repartiendo créditos demasiado fáciles por todo el agro mexicano, créditos que a la larga encarecieron y se volvieron impagables. Aunado esto a la caída de los "precios de garantía" fijados por el Estado para los principales productos agrícolas, la situación de centenares de miles de hombres del campo se volvió desesperada.
En otro sentido, la exasperación rural por los abusos de las autoridades policiales y judiciales federales provocó brotes de violencia en Guerrero, Michoacán y Morelos -además de Chiapas-; a lo largo del año, al menos cuatro pueblos en esas entidades protagonizaron a Fuenteovejuna y pasaron por las armas, lincharon o ahorcaron a representantes gubernamentales prepotentes y abusivos o hicieron justicia por su propia mano en contra de maleantes comunes.
No quiero terminar este repaso sin mencionar dos factores adicionales: uno, el descontento por el hecho de que los pueblos indígenas de México -al igual que los de Canadá y de Estados Unidos- no son objeto de una sola mención en el texto definitivo del TLC, un instrumento comercial que es visto con temor y desconfianza por los sectores sociales más desprotegidos. Otro, el ultraizquierdismo residual -pero no tanto como se creía- que se niega a participar en la dificil e incierta transición democrática e institucional del país, y que parece inspirar esta nueva guerra desesperada por tierra, trabajo, educación y salud, en una entidad que ha sido incapaz de brindarle esos derechos a su población.
De una manera primaria, los campesinos que hoy ocupan la atención nacional y parte de la internacional luchan porque sus hijos ya no sean objeto de regalo para el niño del finquero.
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