Los números
Tal vez el único gran revolucionario que ha habido en la historia fue aquel que después de contar unas habas proclamó oficialmente que dos y dos eran cuatro. Estas cuentas de la vieja han derribado muchos imperios. Para demostrar que dos y dos son cuatro, los matemáticos virtuosos, que no se distinguen de los violinistas superdotados, son capaces de llenar toda una pizarra de raíces cuadradas, ecuaciones, binomios, quebrados o derivadas y formar con estos signos un paisaje pitagórico dentro del cual uno podría albergar cierta esperanza de escapar, pero al final el hecho revolucionario se impone: la última suma, dos más dos, tiene que cuadrar, dando así por terminadas todas las pasiones. Mientras uno vuela, los números, por debajo, van creando una parrilla donde ellos mismos te van a asar. Las cuentas de la vieja han hundido al comunismo. Las habas contadas son igualmente las que reducen a cenizas el sueño de los capitalistas. Sentado a la sombra de una higuera, uno podría decir, a la manera de Pitágoras: la belleza suprema consiste en acomodar el alma a la armonía de las matemáticas. También la fuente de toda bondad es un balance bien cuadrado. Cuando uno vive contra los números, éstos pueden convertirse en el sabueso más terrible. Si huyes, te alcanzan; si sueñas, te matan; si la ambición te pone fuera de las matemáticas, acaban por desintegrarte. Los números fueron royendo como térmites la viga maestra de la Unión Soviética hasta que se desplomó con toda su filosofía. Como un rayo en medio de la atmósfera cargada de irracionalidad, el dos y dos son cuatro cae a veces en el centro de Wall Street, destrozando toda su maquinaria. Los financieros más golfos, los banqueros más guapos, han tenido que ser ahorcados sólo por no saber sumar. Las cuentas de la vieja los han aniquilado. Pero también de los números nace la belleza, la moral y la dicha. En su interior guardan todo el placer cuando llueven con armonía sobre el corazón de los contables como el agua mansa.
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