ANTONIO MUÑOZ MOLINA Los libros del tesoro
En un mediodía perfecto de domingo otoñal, con niebla húmeda, luz gris y hojas de castaños levantadas por el viento en las avenidas sin coches, en ese domingo de noviembre que es ya el primer domingo del invierno, Madrid casi parece la capital de otro país, una capital culta, nobiliaria, arbolada, con museos neoclásicos y bibliotecas imponentes a las que peregrinan los eruditos del mundo anglosajón; una capital con estatuas de bronce consagradas a capitanes liberales y heroicos, a artistas gloriosos, a filántropos y tribunos de venerada memoria, con jardines botánicos en los que cada árbol centenario tiene una etiqueta en latín, con puestos callejeros de libros antiguos y curiosos que traen a la cuesta de Moyano un recuerdo de los pretiles del Sena donde exhiben sus tesoros los bouquinistes de París. En el mediodía sereno, nublado y europeo del último domingo de noviembre, los padres llevan de la mano a sus hijos a la exposición de Goya del Museo del Prado (que ya posee en sí mismo una perfección de grises tenues, de claridades civilizadas de otoño), y mientras hacen cola escuchan a un par de músicos ambulantes que tocan un dúo para viola y guitarra de Bach con el mismo recogimiento que si tocaran en una sala de conciertos.No es delito, en un domingo así, imaginar provisionalmente que la mugre y la brutalidad ocurren en otras ciudades de otros países donde los padres, en lugar de llevar a sus hijos a exposiciones de pintura, les compran videojuegos de exterminio sangriento, y donde las calles son estrechas y sucias y están invadidas por el tráfico. Con gabardina y paraguas, con el periódico del día bajo el brazo, uno se concede el lujo de pasear junto a las vedas del Botánico o a las del Retiro con un sosiego como de rentista londinense, de rentista bibliófilo que ha examinado las librerías de la cuesta de Moyano y ahora se dispone a asistir a la exposición de libros antiguos que se celebra a lo largo de un solo fin de semana en el hotel Wellington, que es un hotel de literatos y taurinos, de novelistas extranjeros de paso que beben whisky en la penumbra dorada de su bar inglés y ganaderos cetrinos a los que sólo les falta una pelliza y una cartera sujeta con gomas para completar una estampa imnemorial de potentados rurales.
Nada más entrar en el salón, que está circundado de columnas y tiene un suelo de tarima que cruje lujosamente bajo las pisadas, se da uno cuenta de que en los libros, como en todo, también hay clases, y si hace un rato husmeó entre los cajones con novelas baratas y se detuvo a mirar un puesto menesteroso en el que se exhibían, junto a un muestrario de revistas eróticas descoloridas, algunos pares de gafas, un peine de plástico y un pequeño espejo ovalado, ahora ha ascendido vertiginosamente en la escala del comercio del papel impreso, y se encuentra, por así decirlo, en su cima, aturdido por la velocidad de la ascensión, por la distancia que existe entre una humilde edición de Marcial Lafuente Estefanía y un volumen catedralicio, encuadernado en becerro y con herrajes de bronce, de las Partidas de Alfonso X el Sabio o un Quijote de 1607.
Me intimidan los libros, los gestos con que los entendidos pasan una página, estudian los cantos de una encuadernación, manejan una lupa. Oigo conversaciones murmuradas sobre precios, sobre misteriosos ejemplares únicos; observo las manos sabias de los bibliófilos, al mismo tiempo rapaces y suaves, con un afilamiento, de escrutinio, de cetrería, de codicia; manos que se me antojan a veces mas próximas a la joyería que a la literatura. Admiro tesoros, pero los admiro como los de un museo o una iglesia, sin el menor deseo de posesión. Los dones que disfrutado en la poesía de san Juan de la Cruz no serían más altos si en vez de una edición de bolsillo poseyera en mi biblioteca un ejemplar del siglo XVII. Esos Quijotes formidables y herrados como catafalcos, cuyas tapas ni siquiera me atrevo a levantar -tampoco levantaría en un museo egipcio la tapa de un sarcófago-, me parecen admirables, pero me conmueve mucho más que cualquiera de ellos un Quijote de la antigua colección Austral que compré hace 20 años, y que me ha acompañado siempre, y que tiene inscrita en la primera página, con mi letra de entonces, la fecha exacta en que lo tuve por primera vez en mis manos.
Deambulo como un intruso, con reverencia y extrañeza, entre un rumor de voces, de pisadas de zapatos hechos a mano sobre tarima bruñida, entre perfumes de mujeres altas y bibliófilas y olores a pergamino, a papel antiguo, a cuero, a la pipa de un coleccionista inglés que estudia con lupa a mí lado una carta autógrafa de Fernando el Católico. Tan intimidado como las primeras veces que viajé al extranjero, como si me encontrara en la capital de otro país más nublado, más otoñal y más oculto que el mío, descubro, cuando ya me iba, un Ebro de apariencia modesta, con tapas de papel recio y esa tipografía simple y magnífica de los años veinte, un ejemplar de la primera edición del primer libro de poemas de Pedro Salinas. Tampoco me tienta poseerlo, porque muchos de estos versos me los sé de memoria, que es la mejor y tal vez la única forma de poseer la literatura, pero me gusta tocar la cubierta, las hojas fuertes y ásperas, sostener su peso tan liviano queriendo imaginar qué sintió Pedro Salinas cuando le llegó de la imprenta el primer ejemplar, con qué incredulidad se quedaría mirándolo un día de hace 65 años, en otro país, en otro tiempo.
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