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Miró encuentra en Nueva York su mejor muestra

Victoria Combalia

Indudablemente, la exposición estrella de esta temporada neoyorquina es la gran retrospectiva Miró en el Museo de Arte Moderno, la mejor organizada, hasta la fecha, de todas las muestras Miró. Y la otra gran exposición comparable en en vergadura es la correcta retrospectiva que el Guggenheim, dedica a Roy Lichtenstein. El clima artístico neoyorquino, aunque se recupera mejor de la crisis que el europeo y sus profesionales no están tan deprimidos como los, del Viejo Continente, es más modesto que otros años en el resto de museos de Manhattan. Pero entre el número desorbitado de galerías existentes (demasiadas, y con objetos de, inevitablemente, dudosísima calidad) siempre hay exposiciones interesantes que reseñar.

Señalemos, para empezar, que el Metropolitan Museum ha reorganizado sus salas dedicadas al siglo XIX y que, además de poder contemplar las soberbias pinturas de Courbet, Manet, Monet y Van Gogh, el espectador puede disfrutar de unas salas -cuyo contenido cambia cada cuatro meses- con los fondos de dibujo, grabado y fotografía.

La selección de fotografías de los siglos XIX y XX que ahora se exhibía, con obras de Steichen, Moholy-Nagu, Álvarez-Bravo, Yves Klein (El salto en el vacío), John Baldessari, Bill Arnold o Gilles Peres, era sencillamente ejemplar. En las galerías, muy pocas novedades de interés y sí, en cambio, excelentes exposiciones de nombres ya clásicos. Una muestra de André Massou en la galería John Cavaliero ofrecía obras de todos los periodos, constituyendo casi una pequeña antológica. Creador del dibujo auto mático, es interesante leer a Masson, estos días, en relación a Miró, que fue su vecino en la Rue Blomet. Un gouache de 1942, por ejemplo, mostraba motivos idénticos a los del pintor catalán, como pueden serlo un insecto o un sol-araña. Otras obras evidenciaban su relación con el cubismo, o su estilo más caligráfico y dramático, visible en su ilustración para los Sonetos de Shakespeare.

De otros grandes artistas de este siglo, la recién inaugurada Cohen Gallery en Madison Avenue mostraba bellas obras de Miró, mientras en Rachel Adler se podía ver un conjunto, también casi completo cronológicamente, de obras de Archipenko, incluyendo la famosa Cabeza de 1913. Aunque, sin duda, la mejor de todas las muestras históricas era la de fotografías de Alfred Stieglitz (en la Pace McGill). Los desnudos de su mujer, Georgia O'Keeffe, poseen una bien merecida fama. Igualmente impresionantes eran las visiones nocturnas, en juegos abstractos de luces y sombras, de Manhattan.

El último Dubuffet

Al lado, la Pace Gallery se había arriesgado a poner juntas las obras del último De Kooning y del último Dubuffet. La idea, todo y con ser excelente, arrojaba un saldo netamente favorable para Dubuffett, cuyas composiciones finales -en fuertes rojos, azules, amarillos y negros- son gestualidades abstractas. Las de De Kooning -afectado por la enfermedad de Alzheimer-, pintadas seguramente al inicio de su terrible dolencia, no tienen vida ni espíritu. Pero quien dijera que la causa de esta debilidad es su estado de salud también se equivocaría, pues varias serigrafías en blanco y negro mostradas en la propia galería eran muy buenas. Curioso, cuando menos.Aunque hay quien dice que se ve poca pintura en Nueva York, lo cierto es que dos exposiciones la situaban en un dignísimo nivel. Gerhardt Richter, en Marion Goodman, coloca varias capas de pintura que luego rasca, o bien pasa una suerte de rodillo: en ambos casos el resultado es abrumadoramente virtuoso. Otro pintor igualmente interesante, más joven, es Jonathan Lasker (en Sperone Westwater). Lasker confronta amplios gestos, manchas y retículas, todo ello con una manera controlada, fría. Su gestualidad, así, es sumamente distinta a la de los expresionistas clásicos y supone, por tanto, una aproximación conceptualmente nueva a la pintura.

El clima neoyorquino está también, desde hace años, marcado por las cuestiones de lo «políticamente correcto" y por las muestras de género, masculino o femenino. La ciudad redescubría así a un fotógrafo ya muerto, George Platt Lynes, con unas visiones de desnudos masculinos que mostraban osados encuadres de genitales en primer plano. Una muestra de fuerte sabor gay, precedente de la producción de Mappelthorpe, pero más interesantes en cuanto a estricta calidad artística. La polémica en el Village Voice era elegantemente servida por un excelente crítico, Peter Shjeldahe. A la semana siguiente, otra crítica, Elisabeth Hess, trocaba los sutiles razonamientos de Schjeldhal sobre arte y sexo en un primario arrebato de puritanismo: comentando la muestra de Lutz Bacher, un artista que reproduce dibujos de exuberantes señoritas del Playboy de los años sesenta, no se le ocurre afirmar nada mejor que "representan una paradigmática fantasía heterosexual que ha sido aniquilada por el movimiento feminista". Aunque la propuesta artística fuera pésima, una reacción como ésta da la medida de este nuevo calvinismo, ese fanatismo -ahora de izquierdas- que invade el pensamiento norteamericano actual.

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