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El Estado de bienestar y el presupuesto

Diego López Garrido

Los elementos sobre los que se construyeron los sistemas políticos europeos occidentales después de la II Guerra Mundial -pleno empleo, crecimiento constante, protagonismo de los agentes sociales y los partidos políticos y notable consenso social- se han ido desvaneciendo. En vez de eso hay factores nuevos que nos hacen pensar que asistimos a algo más que a un mero ciclo recesivo y que los tiempos pasados no van a volver: paro estructural inelástico al crecimiento, producción intensiva en capital físico, elevada competencia en los países en vías de desarrollo sin derechos sociales, libertad omnímoda e instantánea de movimientos de capital en todo el planeta, evolución demográfica hacia el envejecimiento de la pirámide de edad.Los partidos políticos aparecen cada vez más como meras máquinas electorales y gestoras (atrapatodo) y cada vez menos como policy makers capaces de crear políticas que integren, coordinen, ilusionen e impulsen a las sociedades. Los sindicatos se han debilitado en su capacidad de movilización y en su representatividad. El consenso social o gran alianza en que se basó el Estado intervencionista y protector está resquebrajado. Por ejemplo, ya no es fácil mantener el implícito pacto fiscal que sustenta el gasto público en pensiones, desempleo, sanidad y educación. La amplia clase media sobre la que recae gran parte de la presión impositiva es cada vez más reticente a sufragar el coste de la protección social, disparado a partir de la inflación de paro.

España, con una economía en franca recesión (10% de caída en la formación bruta de capital), un 22,4% de la población activa en paro, un déficit público y una deuda completamente descontrolados -quizá entremos en un 8% y un 55% del PIB, respectivamente, este año-, es una muestra diáfana de la encrucijada en que hoy está situado ese cuerpo político, social y económico que llamamos Estado de bienestar.

La situación es grave, y resulta sorprendente que el Gobierno -aunque no sólo éste- parezca contemplarla en su exclusiva dimensión económica, sin darse cuenta de que estamos ante una depresión que tiene profundas implicaciones sociales y políticas.El modo en que el Gobierno ha planteado tanto el presupuesto para 1994 como las conversaciones sobre el pacto social indica, en efecto, un serio desenfoque, sólo explicable por no querer asumir la responsabilidad que en la falta de nervio productivo y fortaleza inversora y en la rigidez y vulnerabilidad de que aún adolecen las estructuras económicas españolas ha tenido el estrecho monetarismo de Boyer y Solchaga, adorador del sistema financiero y despreciativo para la economía real ("la mejor política industrial es la que no existe").

El Gobierno tiene montada su estrategia sobre un doctrinarismo ortodoxamente tecnocrático: no hay margen para hacer unos presupuestos expansivos, porque ya no es posible aumentar más la presión fiscal y porque los estabilizadores automáticos han hecho crecer la carga del gasto público, luego todo el peso de la responsabilidad en la reactivación recae en el sector privado (la empresa pública parece no existir). Así, dado que es el empresario privado el único al que se le concede la iniciativa, los trabajadores tienen que perder poder adquisitivo y hay que aumentar las exenciones a las empresas (en el presupuesto de 1994, la mitad del ingreso previsto en el impuesto de sociedades va a gasto fiscal -vacaciones fiscales-). Por último, para hacer descender el déficit hay que recortar los gastos, sociales como sea.

Esta receta es manifiestamente insuficiente. Porque no existen los tres fundamentales elementos sin los que es prácticamente imposible gobernar adecuadamente la crisis: no hay mecanismos vinculantes de aseguramientos de inversiones, y el empresario puede dedicar el beneficio a inversión especulativa o trasladarlo fuera de España; no hay reparto equitativo de sacrificios vía impuestos, y no hay un acuerdo social y político que dé verosimilitud y credibilidad a la recuperación económica.

En el fondo de este desenfoque de la política económica gubernamental laten dos polémicas u opciones tradicionales entre la derecha y la izquierda. La dialéctica entre beneficio y salario y la dialéctica entre ahorro privado e inversión pública. La primera se expresa en el debate sobre la concertación social; la segunda se proyecta sobre el sistema fiscal y los presupuestos, expresión monetaria de toda una concepción de las políticas públicas.

En la pugna entre excedente empresarial y salarios, los empresarios (ahora también el Gobierno) utilizan el argumento supuestamente objetivo de que los beneficios de hoy son las inversiones de mañana y el crecimiento de pasado mañana. Para los sindicatos, más salarios significa más demanda y más dinamización de la economía. Es claro que no se puede llevar ninguno de los dos razonamientos a sus últimas consecuencias. El primero, porque lo mejor sería entonces la esclavitud y la explotación más absoluta; el producto, al final, no tendría compradores. El segundo, porque un salario muy por encima de la productividad creará inmediatamente una inflación descomunal, y no habrá servido para nada, aparte de arruinar directamente a sectores enteros por no competitivos.

¿Cuál es el punto de equilibrio? En estos momentos, un acuerdo de rentas sobre inflación prevista que sea algo inferior a los aumentos de productividad sería prudente para que las empresas no ajustaran destruyendo empleo.

En la base de ese acuerdo tiene que haber un reparto de sacrificios, que se deberían instrumentar a través de una doble decisión política: atajar de una vez el fraude fiscal y establecer un impuesto extraordinario sobre el patrimonio, las grandes fortunas y las viviendas vacías, que equivaliese a la pérdida de poder adquisitivo de los asalariados. Esto permitiría no hacer un recorte de las prestaciones sociales de la magnitud que el Gobierno propone, desoyendo el dictamen del Consejo Económico y Social. No es tolerable que sólo una parte de la sociedad sufra en su nivel de vida para remontar la dura cuesta económica.

Con ello entramos en la otra dialéctica, la que confronta ahorro privado con inversión pública. ¿Quién tiene que gastar, los sujetos privados o el Estado? El modelo europeo es de naturaleza mixta, dando un peso significativo al gasto social y la empresa pública. No hay hoy realmente otra alternativa, al menos desde posiciones mínimamente progresistas, y no es la izquierda la que tiene el papel de romper ese esquema, sino de innovar para salvaguardar sus avances.

Por eso, el presupuesto, como instrumento básico del Estado de bienestar, tiene que mantener con éste una coherencia de principio. Pero no vemos esa coherencia en el que se ha presentado por el Gobierno. No tanto por su preocupación por no agravar el déficit público, que es lógico y compartible, como porque se sitúa en un contexto de masiva exención fiscal a las empresas y de entreguismo a la decisión libérrima del inversor privado sin asegurar fondos de inversión. Y ello aun admitiendo que hay una variación muy positiva en la política monetaria europea, como es la bajada de los tipos de interés.

Pero, sobre todo, unos presupuestos sin un acuerdo social sobre rentas y mercado de trabajo, sin unos acuerdos parlamentarios suficientemente amplios para lo que hoy se necesita no son fiables. Porque nada asegura que se recupere la confianza y, por tanto, la actividad;

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Diego López Garrido es economista, abogado y diputado por IU.

p El Estado de bienestier y el presupuesto

Viene de la página anteriorque se vuelva a crear empleo y que, en consecuencia, no haya los deslizamientos en menores ingresos y mayores gastos que se han dado este año y que han convertido los presupuestos en un instrumento degradado de política económica, no válido para el mantenimiento del propio Estado de bienestar, ese que dice querer preservar el presidente del Gobierno. No son fiables, en definitiva, porque les falta el consenso social que en este difícil momento hay que exigir.A mi juicio, es absolutamente decisivo resolver bien las dos dialécticas a que antes me refería; en cuanto al contenido y, muy especialmente, en cuanto a la forma (recuperación de una alianza social progresista). Es algo que convendría que tuviera claro una izquierda moderna y con ideas renovadas, de la que está necesitada nuestro país, que aspire a dirigir la política en la nueva fase de la historia europea en la que estamos ya.

Por último, si hoy hay una diferencia con las economías a las que antaño se aplicaron teorías keynesianas expansivas es la dificultad de enfrentarse al ciclo depresivo con medidas exclusivamente nacionales. En la ya Unión Europea se requiere un esfuerzo conjunto. Sin embargo, no hay una estrategia europea de salida de la crísis.

Pienso que determinadas medidas deberían ser adoptadas con el impulso de las instituciones comunitarias: bajada concertada y pronunciada de los tipos de interés; flexibilización de los criterios de convergencia nominal del Tratado de la Unión e introducción de criterios de convergencia real (empleo); fuerte política reequilibradora, a través de fondos estructurales y de cohesión, en los países que están más alejados de la convergencia real; desarrollo del protocolo 14 del Tratado de Maastricht sobre política social y de la negociación colectiva a nivel europeo; control de los movimientos especulativos de capital, vía impuestos o vía depósitos; orientación del sistema financiero hacia la economía productiva e industrial. En todo lo anterior nos va seguramente el futuro de un modelo político democrático y un modelo económico y social de solidaridad.

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