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Una apuesta arriesgada

Pilar Bonet

Con su arriesgada apuesta, el presidente de Rusia, Borís Yeltsin, puede muy probablemente ganar la pugna que desde hace más de un año le enfrenta al Parlamento. Con independencia de quién consiga la victoria, sin embargo, el golpe de Estado del 21 de septiembre supone el fracaso de la clase política rusa en el arte de las maniobras normales en una democracia para lograr un consenso o dirimir las querellas por medio de elecciones aceptadas por todos.Al apoyar a Yeltsin, Occidente cree estar defendiendo un proyecto de democratización frente a los residuos del sistema totalitario, nostálgicos del imperio y del comunismo, que se aglutinan en el Parlamento y sus aledaños. Esta simplificación de una realidad más compleja omite importantes elementos, tales como el primitívismo que impregna el comportamiento de los políticos rusos Y su incapacidad para aceptar el factor tiempo como un componente, a veces necesariamente dilatado, de la resolución de conflictos.

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El factor tiempo adquiere especial importancia en una transición como la que vive Rusia, cuando los nuevos intereses están en proceso de cristalización y lo mismo sucede con su representación política. Por lo visto, ni los nuevos grupos sociales ni los nuevos partidos políticos se estaban formando a la velocidad que Yeltsin deseaba. De ahí, que el presidente haya perdido la paciencia y decidido influir en el ritmo del postcomunismo ruso.

En la Rusia de hoy, como en la vieja Rusia, el hacha, aunque sea simbólica, el puñetazo en la mesa, la ruptura de la baraja o la apuesta total a una sola carta, siguen siendo la norma. Yeltsin es un ejemplo de ello: eliminó al Parlamento, acusándolo de ser incapaz de cualquier compromiso con el Ejecutivo y de llevar una política encaminada a desorganizar el trabajo del actual Gobierno y a echar al presidente, además de ignorar los resultados del referéndum del 25 de abril.

La verdad es que ambas partes son responsables de que el compromiso no cuajara. Hasta los últimos días -más allá de los diputados que han perdido toda noción del tiempo y la realidad-, ha habido sectores que buscaban el diálogo con el presidente y que sinceramente creían posible pactar unas elecciones anticipadas tanto del Ejecutivo como del Legislativo.

No está claro que el próximo Parlamento, una de cuyas cámaras debería surgir de las elecciones anunciadas para el próximo diciembre, sea más benigno con el líder ruso que el actual.

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La estructura de poder propuesta por Yeltsin está preñada de peligros para el mismo presidente, ya que el Consejo de la Federación, destinado a ser la Cámara Alta del nuevo Parlamento, tiene un potencial de conflicto mucho mayor que el Sóviet Supremo encabezado por Ruslán Jasbulátov. El Consejo de la Federación, compuesto por representantes del Ejecutivo y el Legislativo de los 89 territorios de Rusia, demostró el sábado que no va a plegarse ciegamente a la voluntad de Yeltsin, sino que va a pedir más independencia del centro.

La advertencia que las elecciones polacas suponen para el proyecto de Yeltsin puede haber impulsado al presidente a dar un paso que había sido considerado anteriormente en diferentes ocasiones. Yeltsin tiene las estructuras de poder necesarias para realizar una campaña electoral que dé la victoria a sus partidarios antes de que los rusos sientan de verdad los rigores (paro y nuevas alzas de precios) de la segunda dosis de la terapia de choque que muy probablemente emprenderá Yegor Gaidar, de vuelta en el Gobierno en calidad de primer viceprimer ministro encargado de la reforma económica.

Dada la fisura que el decreto de Yeltsin ha producido en el país, no queda nada claro cómo se las ingeniará el presidente para eliminar de la escena política las estructuras que no se sometan a su voluntad sin recurrir a la fuerza.

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Sobre la firma

Pilar Bonet
Es periodista y analista. Durante 34 años fue corresponsal de EL PAÍS en la URSS, Rusia y espacio postsoviético.

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