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Un filme convencional abre el certamen

El último filme de Sidney Pollack, La tapadera, "no tiene nada de vanguardista, sino que es un thriller de corte clásico", según definición del propio cineasta; inauguró ayer oficialmente, fuera de programa, la 41ª edición del Festival de Cine de San Sebastián.Protagonizada en sus principales papeles por Tom Cruise y Gene Hackman, se trata de una prolija, larga (dos horas y media) y morosa adaptación del best seller de John Grisham que narra la extraña conducta de un bufete de abogados de Memphis (la "firma", según el título orginal del filme), empeñada a toda costa en hacerse con los servicios de un joven y brillante aspirante a abogado de Harvard.

Hasta cierto punto, sorprende que una edición como la presente, empeñada en ampliar y hacer más plural sus propuestas, tanto desde el punto de vista del origen geográfico de los filmes como del de su escritura fílmica, comience su andadura con una película tan convencional, la segunda en recaudación en este verano en Estados Unidos.

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No obstante, abrir un festival con. La tapadera y clausurarlo con In the line offire, otro thriller trepidante de gran reparto (Clint Eastwood y John Malkovich lo encabezan), debe entenderse como la necesaria concesión del festival a un público que, tras el desastre de las dos últimas ediciones, corría el riesgo de perder, y a unas multinacionales americanas sin las cuales, hoy por hoy, es virtualmente imposible programar un certamen con gancho.

No es la de Pollack una película mala, ni mucho menos, es un producto industrial competente y en líneas generales bien resuelto, en el cual el director hace prevalecer uno de los principales ingredientes de su oficio, su capacidad para trabajar con actores, para amalgamar estilos e interpretaciones tan diferentes como los de Cruise y Hackman, o los de Ed Harris y Holly Hunter, por poner sólo algunos extremos.

Y es, como quiere la tradición en el cine del liberal Pollack, un tímido ajuste de cuentas con ciertas zonas oscuras del sistema judicial americano, en este caso la connivencia entre la Mafia y algunos selectos bufetes de abogados.

Un final feliz

Pero le faltan algunas cosas para resultar un filme redondo. En primer lugar, un guión más sólido: hay aquí demasiados hiatos y caídas en el interés por lo narrado que son fruto, tal vez, de la complejidad de la trama del original literario que Pollack pretende mantener controlada, aunque no siempre lo logre. Le sobra, además, el nada disimulado deseo de conectar con un público amplio a base de conceder un final feliz a un relato cuyas malas maneras en su desarrollo piden a gritos una clausura dramática: en una historia de simulaciones, trampas legales y contenida violencia, prevalece contra viento y marea la incorruptibilidad del héroe, sus buenos modos, sus mejores sentimientos.

En otro orden de cosas, ayer dio también comienzo en San Sebastián la retrospectiva dedicada al gran director americano William Wellman, uno de los platos fuertes del festival, sobre la cual habrá ocasión de volver en el correr de los días.

Dos de sus últimas películas mudas, Alas (1927) y Mendigos de la vida (1928), volvieron a sorprender con la fuerza de su narración portentosa y la modernidad de su construcción dramática.

A más de 60 años de su rodaje, estos filmes permanecen como el fruto de uno de los grandes e irrepetibles momentos de la historia del cine americano o estadounidense, el paso del cine silente, y sus obras de plenitud, al cine sonoro, y su apuesta ciega, en aquel momento, por una nueva estética que era toda una incógnita.

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