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El camino hasta Oslo

Con el acuerdo de Oslo, señala el autor, árabes e israelíes se acercan al final de un tortuoso proceso hacia la paz que la guerra del Golfo contribuyó a paralizar y a impulsar a la vez. Para que funcione, Israel y la Organización para la Liberación de Palestina deberán aplicar grandes dosis de inteligencia política.

Emilio Menéndez del Valle

EL RECIENTE acuerdo alcanzado en Oslo entre israelíes y palestinos, representantes oficiales aunque hayan negociado en secreto, no solamente convulsionará positivamente el conflicto israelo-palestino sino la situación en todo Oriente Próximo y, por inevitable y positiva extensión, afectará a las relaciones internacionales en general. Es una ducha de agua templada que debe contribuir a consolidar las posiciones moderadas en las sociedades palestina e israelí. Posiciones significativas pero crecientemente asediadas por los respectivos extremismos sustentados en causas internas y externas. El acuerdo es, en todo caso, motivo de alegría para todos aquellos que creen en el optimismo y en el progreso histórico. No escasean motivos para el pesimismo internacional (baste citar aquí el caso de la antigua Yugoslavia) pero no debemos olvidar -y lo hacemos con facilidad- que situaciones de meridiana injusticia han comenzado a atenuarse o se han saldado ya positivamente, por ejemplo en Suráfrica o América Latina.No obstante, para que el pacto de Noruega funcione -un pacto plasmado en un texto formal y muy elaborado, con preámbulo, 17 artículos y cuatro anexos, que oportunamente EL PAÍS ha reproducido al completo, salvo los anexos 3 y 4, referidos a los programas económicos y de desarrollo regional- y sea válido instrumento conducente a la definitiva resolución del conflicto son necesarios inteligencia Política, recta intención y la convicción por todas las partes concernidas de que sin altas dosis de justicia social y económica el fin deseado no se logrará.

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Se estaría llegando así, mediante contactos indirectos y reservados entre palestinos e israelíes, al final de un largo camino que la última guerra del Golfo, paradójicamente, contribuyó a paralizar e impulsar casi simultáneamente. Impulsar porque si bien Estados Unidos se negó siempre -como a partir de una fase de la crisis pretendió Sadam Husein- a conectar la solución de la misma al tema palestino, ya en aquellos meses dramáticos Bush realizó una nueva y clave declaración pública sobre el particular. Influido también él, siquiera parcialmente, por las preocupaciones de importantes dirigentes árabes sobre este asunto, el presidente norteamericano, ante la Asamblea de Naciones Unidas, dijo: "Ciertamente creo que puede haber oportunidades para que Irak y Kuwait diriman sus di ferencias de un modo permanente, para que los Estados del Golfo concierten por sí mis mos nuevos acuerdos en pro de la estabilidad y para que todos los Estados y pueblos de la región solucionen los conflictos que separan a los árabes de Israel".

Esto supuso un inteligente giro en la política norteamericana no suficientemente destacado entonces. Pero, al mismo tiempo, el clima de tensión interárabe e irano-israelí que precedió durante unos meses a la invasión de Kuwait se encargó de paralizar un interesante y nuevo proceso. Me refiero a las conversaciones públicas y formales que tuvieron lugar en Túnez en diciembre de 1988 entre el embajador de Estados Unidos en aquel país y la OLP. Ello fue posible gracias a la aceptación pública por Arafat, el 14 de diciembre de ese año, de la resolución 181 de la Asamblea General de Naciones Unidas, que en 1947 creaba en la Palestina histórica dos Estados distintos, uno palestino y otro judío, solución entonces rechazada por todos los árabes. Ello implicó asimismo un giro en la política de la OLP, dado que al declarar su máximo dirigente que apoyaba la 181 "como fundamento de la independencia palestina" modificaba la naturaleza del conflicto, ya que aceptar tal resolución equivalía a enmendar de facto la Carta Nacional Palestina, que proclama que su país es "indivisible" y que persigue la "eliminación del sionismo en Palestina". Con el nuevo enfoque de 1988, Arafat y su organización se encaminaban definitivamente a negociar (siempre que la parte israelí y la norteamericana supieran recoger el guante) el establecimiento real del Estado palestino teóricamente proclamado unas semanas antes en los territorios ocupados y a aceptar que la otra parte de la Palestina bíblica es ya otro Estado, el israelí, creado en 1947 por la ONU.

Con esta esperanzadora reconsideración de los términos del conflicto se abren las conversaciones norteamericano-palestinas de Túnez. Durante más de un año, y a pesar del escepticismo de algunos y del intento de boicoteo de los radicales hebreos y palestinos, los contactos avanzan. Fuerzas importantes tienen interés en bloquearlos. El pretexto surge el 30 de mayo de 1990. Dieciséis guerrilleros del Frente de Liberación de Palestina de Abu Abas, hostil a Arafat, intentan una incursión contra Israel desde el mar. Todos son abatidos, sin víctimas israelíes, pero la ocasión se ha producido. Poco después, el Departamento de Estado americano, sometido a la presión del Congreso y de los israelíes, congela de mal grado el diálogo bilateral de Túnez.

Pero la situación era ya muy difícil mucho antes. Tras la calculada decisión de Arafat de finales de 1988, el extremismo acosa. Tres o cuatro grupos minoritarios, disidentes de la OLP, se reúnen en Damasco con la intención, vanamente reiterada, de "liberar Palestina por la fuerza armada". Más grave es -por lo que de él se espera y por lo inoportuno del momento- la reacción del dirigente laborista, Simón Peres, quien, en medio de un difícil ambiente en Israel, que ha cerrado filas y constituido un Gobierno de unidad nacional conservador-laborista, y tal vez por razones tácticas, publica un artículo en The New York Times (22 de diciembre de 1988), en el que refuta su tradicional postura de estar dispuesto a dialogar con "cualquir palestino que renuncie al terrorismo". En el artículo, obviamente dirigido a la Administración y a la comunidad judía norteamericanas, rechaza el fundamental cambio protagonizado, con elevado riesgo, por Arafat y no concede a la OLP el beneficio de la duda ni la posibilidad de que ésta, como sostiene Washington, pruebe con los hechos lo que formalmente ha proclamado.

Mucho se elucubró en 1988, dentro y fuera de Israel, sobre las causas de este inesperado comportamiento de Peres. Hubo explicaciones para gustos diversos, incluida la que se puede definir, entonces y hoy, como síndrome Grossman, que alude al israelí David Grossman, autor de un best seller sobre el holocausto y que en 1988 pronunció una conferencia en la Universidad de Bolonia, en la que, entre otras cosas, decía: "Durante años y anos habíamos esperado esas palabras. Y ahora que Arafat las ha pronunciado, reconociendo a Israel, sólo sabemos decir: no puede ser verdad, no es sincero. Ésta es la trampa en que nos hallamos los israelíes. Nos aterrorizan los cambios, pero no nos espanta el cambio a peor, sólo aquéllos que suponen una mejoría, los que nos obligan a enfrentarnos con una situación nueva". Grossman se refirió en la ciudad italiana al miedo inherente a la sociedad israelí: "Es el miedo el que siempre nos ha proporcionado la fuerza para seguir adelante, pero también el que bloquea todo intento de comprender la realidad".

Esta es la cuestión. El mismo día en que Peres publicaba su artículo, el propio The New York Times, en página contigua, editorializaba así: "Lo que resulta más preocupante es la falta de voluntad de los políticos israelíes para encarar el cambio de proporciones sísmicas que se ha producido".

Un lustro después, la paradoja. Peres es ministro de Asuntos Exteriores de un Gobierno presidido por un laborista, Isaac Rabin, duro represor en el pasado de la rebelión palestina y que en los últimos tiempos ha propiciado las conversaciones secretas de Noruega. Probablemente Rabin ha asumido que la violencia es simple y que las alternativas a la violencia son complejas, pero que merece la pena buscarlas. Parece que la OLP piensa lo mismo. Falta por ver cuál será la reacción de los Estados árabes más directamente implicados. Aunque el preámbulo del pacto afirma que "ha sonado la hora de llegar a un acuerdo de paz global, justo y duradero", a Siria le seguirá preocupando que el Golán continúe ocupado. El tema es hasta qué punto. Jordania puede adoptar alguna actitud suspicaz, pero la inteligencia y ductilidad políticas del rey Hussein y el hecho de que éste renunciara paladinamente hace tiempo a toda pretensión de soberanía sobre los territorios ocupados allanarán las dificultades. El papel de Arabia Saudí y otros petroemiratos es clave para la buena marcha económico-financiera del plan. En los próximos meses, aunque los extremistas de uno y otro signo pueden protagonizar un cierto grado de violencia, la paz está más cerca que nunca. Salam, shalom.

es embajador de España en Italia y lo ha sido en Jordania.

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