Madrid, capitalismo del dolor
Bien, todavía no somos Nueva York, pero nos vamos acercando. Es cuestión de insistir un poco: tenemos una oferta cultural digna de la megápolis norteamericana y sucesos que ponen la carne de gallina al más templado. Por otra parte, hace ya mucho tiempo que disfrutamos de la posibilidad de morir acuchillados en las escaleras del metro, privilegio al que parece que van incorporándose poco a poco sociedades como la rusa más retrasadas que la nuestra (véasé Haro Tecglen).El desarrollo capitalista es una rara mezcla de cultura y muerte, de miseria y riqueza, de hartazgo y hambre. El año pasado, o el anterior, no sé, cuando, leíamos que en Nueva York los críos iban con pistolas al instituto, y que las utilizaban para conjugar el verbo matar, (to kill, creo), sentíamos horror, es cierto, pero también, quizá, un poco de envidia. Teníamos el Museo del Prado, el Reina Sofía, la magnífica pinacoteca de los Thyssen, etcétera, pero los jóvenes de las zonas marginadas sólo se morían de sobredosis y vulgaridades por el estilo. Ahora ya sabemos que pueden liquidarse entre ellos, igual que los de Nueva York, aunque a pedradas, claro, que la piedra es la tecnología punta de los pobres. Nuestros francotiradores, sin embargo, han empezado ya a utilizar balines. Algo es algo.
La riqueza absoluta, seguramente, consiste en tener mucho de todo, incluida la miseria total. Nueva York es, en ese sentido, un compendio ejemplar, porque ha conseguido la cohabitación de mundos que en apariencia se excluyen. O sea, que tiene muchas dimensiones, pero están todas dentro de la misma. Una gran ciudad que se precie, por ejemplo, debe tener también sus pequeños Sarajevos, sus minúsculos Fojnicas. La semana pasada, además de lo de la muerte de ese, niño de 10 años a manos de uno de 13, nos enteramos de que una anciana de 96 años, Melchora Huetes, estaba infectada de terribles llagas tras permanecer algún tiempo en una residencia privada. La crónica, de Octavio Cabezas, comenzaba por la renuncia del periódico a publicar las fotografías de su cuerpo, porque no había estómago que resistiese tal visión. Nuestro nivel de desarrollo nos permite asomarnos de momento a las heridas serbias o croatas; en cuanto a las nuestras, nos conformamos de momento con conocer su existencia: es una cuestión de darle tiempo al pala dar capitalista, que se acostumbra a todo.
En las llagas de Melchora y en la residencia Aloha tenemos nuestro pequeño Sarajevo, nuestro humilde Fojnica, nuestra contribución, en fin, al desarrollo del capitalismo, que está en crisis porque ha ganado todas las batallas al ritmo del bakalao, mientras nos hacía ingerir croquetas de heroína adulterada fritas en el aceite de los Ferruzzi, cuyos suicidios van a acabar manchándonos a todos. Y ya se sabe que las manchas del aceite, no salen. O sea, que la poscrisis ésta del pos capitalismo es de crecimiento: su debilidad es la del adolescente al que los huesos le crecen más deprisa que el deseo. Estamos empezando.
Entre el niño confeso y mártir y su víctima no sabe uno a quién tener más pena; quizá nos encontremos en uno de esos tramos de la historia, en el que los vivos envidian a los muertos. Melchora, sin duda, ha tenido tiempo para envidiar los gozos dulzones de la eutanasia. En cualquier caso, entre el presunto homicida y la presunta residencia de ancianos, que cultivó con esmero los estigmas de la anciana, no hay más distancia que la que va de un individuo a una institución; sin embargo, los dos son víctimas o actores de la misma locura. Lo dicho, esto es Nueva York: podemos disfrutar de todo: pinacotecas, cine, drogas, bibliotecas, Sarajevos, Fojnicas, éxtasis, conciertos... Estamos prácticamente homologados; de hecho, la sangre de san Pantaleón se ha licuado, como todos los años, lo que es un signo de normalidad. Viva el desarrollo.
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