Baza judicial
LA APROBACIÓN por el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) de la memoria sobre las necesidades de la Administración de justicia que cada año eleva a las Cortes Generales ha coincidido casi en el tiempo con el nombramiento de uno de sus vocales, Juan Alberto Belloch, como ministro de Justicia. La coincidencia no puede ser, en principio, más afortunada. Uno de los autores de la memoria -conocedora a fondo, por tanto, de los problemas de la justicia- tiene ahora en sus manos la posibilidad de resolverlos o, por lo menos, de impulsar las políticas y voluntades necesarias para alcanzar ese objetivo.Además, la personalidad y la trayectoria profesional del nuevo ministro reúnen elementos suficientes como para augurarle éxito en la tarea: Belloch es un juez que ha demostrado tener al menos tanta vocación política como jurídica. Es decir, junto a su labor estrictamente jurisdiccional ha desarrollado una actividad pública (en el marco de la asociación Jueces para la Democracia primero y como vocal del CGPJ después) que se ha caracterizado sobre todo por la aportación de ideas y de propuestas globales para erradicar los males que aquejan a la justicia.
Lo que hace falta ahora es que lo que se predica como bueno en la sede del CGPJ se predique también en la del departamento ministerial de la calle de San Bernardo, y sobre todo que esta visión pueda acoplarse a la global del Gobierno sobre la política judicial y las relaciones entre el poder político y los jueces. La experiencia muestra cuán distintas se ven las cosas de la justicia desde las responsabilidades del Gobierno y desde las del CGPJ, a pesar de que ambos sean órganos políticos del Estado y, por tanto, obligados a tener perspectivas esencialmente convergentes sobre los objetivos de la justicia y el desarrollo del Estado de derecho.
El que al inicio de la cuarta legislatura socialista los problemas de la justicia se manifiesten casi con la misma fuerza que al inicio de la primera, hace más de 11 años, muestra que, o bien han opuesto una resistencia más fuerte de la esperada a los tratamientos aplicados, o bien éstos no han sido los más adecuados. De todo ha habido en estos años. En todo caso, la exasperante lentitud de la maquinaria Judicial -el problema que resume todos- sigue en los niveles de antaño, si no peores, originando unas listas de espera al menos socialmente tan insoportables como las sanitarias. Y ello a pesar del aumento sustancial del número de jueces (más de 1.000 hasta llegar a los 3.036 actuales, casi la media europea), de la mayor productividad de la oficina judicial y de los intentos llevados a cabo para imprimir más celeridad a los procedimientos. El caso es que, como reconoce la memoria referida al año 1992 que acaba de aprobar el CGPJ, a 31 de diciembre de ese año los tribunales tenían pendientes de resolver 1.767.065 asuntos.
Pero además de este problema crónico, que no han logrado erradicar los aumentos presupuestarios y las mejoras organizativas (aparte de que los españoles gozan de derechos que antes no tenían, y, lógicamente, litigan más), la justicia de los años noventa se enfrenta a nuevos problemas, que en algún caso suplantan a los viejos y en algún otro se les añaden. Alcanzar la media europea de jueces por habitante ha propiciado una alarmante baja de calidad en la producción judicial que es necesario corregir cuanto antes. En bien de las garantías del justiciable, pero también de la justicia. Ésta puede quedar burlada si el juez no está preparado para enfrentarse a la cada vez mayor complejidad de muchos de los asuntos (delincuencia organizada y de cuello blanco) que llegan a los tribunales. De ahí que sea urgente, y parece que más coherente, que el CGPJ se haga cargo (le una tarea -la selección y formación de jueces- que el Gobierno no ha sabido o podido realizar con éxito.
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