Vino
In vino veritas. El clásico dejó así sentada la categoría suprema del vino: es la verdad. Y bastó que lo escribiera en latín -la lengua reverencial por antonomasia- para que el axioma quedara perpetuado hasta la consumación de los siglos. Santas o disolutas, cultas o iletradas, las gentes de toda época han proclamado las excelencias del vino. "Emborracharse es sentir la grandeza de los reyes", cantaba Carlos II de Inglaterra en sus noches locas; Shakespeare llamó al vino "criatura jovial de Dios", y la propia Iglesia lo consagra con solemnes ceremonias.Ninguna creación humana ha gozado de tantos apologistas como el vino. Es lo que modernamente llamamos tener buena prensa.
La exaltación de sus propiedades salutíferas abundan en el arte y la literatura: "A beber y apurar las copas del licor, que el vino hará olvidar las penas del amor", brindan en la zarzuela. Nada nuevo, por otra parte, pues dos milenios atrás ya lo decía Eurípides en Las Bacantes: "No hay amor sin vino". Bien es verdad que muchos intelectuales le tienen ley al mollate y algo debe de influir esta querencia en sus rendidas alabanzas. Pero la sabiduría popular coincide con ellos y afirma que "alegra el ojo, limpia el diente y sana el vientre", entre otras satisfacciones.
El vino genera una cultura de amplia proyección. Los mozos pamploneses llevan culturizándose a fondo una semana y no pararán hasta que mañana entonen el Pobre de mí, tradicional epílogo de los sanfermines. No todos, sin embargo. Según revelan sociólogos, un tercio de los jóvenes españoles gastan siempre su dinero en alcohol y cogen unas cogorzas de capitán general. Es un problema, naturalmente, de azarosas consecuencias. Pero insoluble, porque haría falta desmontar una cultura que se ha venido forjando, trago a trago, desde los tiempos de Noé. Y a eso no se atreve nadie. Ni harto de vino.
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