Alarma roja
LA PESIMISTA concepción de que todo lo que es susceptible de empeorar acaba empeorando tiene su cumplida concreción en los datos que periódicamente aporta nuestra economía. Ayer, el Instituto Nacional de Estadística facilitó el que se refiere a la actividad económica en el primer trimestre de 1993: sufrió una catastrófica caída del 1, 1 % con respecto al mismo periodo del año anterior. Es la peor cifra del producto interior bruto (PIB) desde hace varias décadas y expresa por sí misma la profundidad de la recesión. Los mismos expertos que estiman como histórico el dato consideran que nos encontramos en el momento más álgido de la crisis, que supera al inicialmente previsto por el Banco de España, situado en un descenso del 0,5%.La caída del PIB ha venido determinada por una fuerte disminución (el 8,9%) de la inversión, al tiempo que el consumo se ha mantenido en niveles ligeramente positivos de un 0,1%. Ello pone de manifiesto el estado comatoso de la coyuntura y su impacto sobre la creación de empleo. El círculo es el siguiente: el decrecimiento del PIB se combina con una alta inflación, especialmente relevante en el sector servicios; el diferencial de precios con otros países coadyuva a la falta de competitividad y ésta genera un alto nivel de desempleo que, a su vez, alimenta un creciente déficit público; este último aumenta el nivel de la deuda, cuyo servicio, a su vez, retroalimenta el del déficit. Es decir, el peor de los escenarios, posibles.
Afortunadamente, hace bastante que se ha consentido una rara unanimidad en dictaminar las actuaciones de emergencia, imprescindibles para salir de este trance: un gran, acuerdo social que plasme una política de rentas restrictiva, que logre una drástica moderación de los costes; la flexibilización del mercado laboral para hacerlo más eficaz y más solidario con quienes carecen de empleo y quieren encontrarlo; el control del déficit presupuestario -no sólo de la Administración central, sino también de las autónomas-; y la implantación de las medidas de reforma estructural de la economía contenidas en el capítulo cuarto del programa de convergencia económica (supresión de organismos públicos, reforma de la Administración, reformas para limitar las prácticas inflacionistas en el sector servicios, etcétera).
La situación política que ha vivido este país ha imponer en práctica este paquete de medidas. Pero los comicios del 6 de junio han dado un mandato de los ciudadanos para que quien forme Gobierno tenga la fortaleza política y la legitimidad para poner en marcha un plan de austeridad, aunque sea impopular. Para ello es preciso un Ejecutivo estable y fuerte que sea capaz de distribuir los sacrificios entre los diferentes sectores; una política económica de rigor que sea coherente a medio y largo plazo, y un conductor de la misma -el ministro de Economía y Hacienda- que dé confianza a los inversores y a los trabajadores, y esperanzas a los parados. La petición de un Gobierno de coalición entre los socialistas -ganadores de las elecciones- y los nacionalistas vascos y catalanes corresponde, esencialmente, a esta necesidad.
Países más fuertes que el nuestro (Alemania y Francia, por ejemplo), con coyunturas menos deterioradas por los desequilibrios que la española, están implantando estos días fuertes medidas de ajuste: reducción del gasto público, del gasto sanitario, limitación de ayudas sociales, reducciones en la prestación de los desempleados, congelación de los sueldos de los funcionarios y planes de solidaridad en el sector privado.
Estas tareas son inaplazables. Todos los partidos políticos y los agentes económicos deben asumir sus cuotas respectivas de responsabilidad. Cuanto más días pasen sin tomar medidas, más empeorará la situación. Y en este caso, los remedios a aplicar deberán ser aun más drásticos: un plan de estabilización en. toda regla, y un fuerte recorte de los niveles de inversión pública y de asistencia social. No se trata del cuento de que viene el lobo, como dicen los irresponsables. Es que el lobo está a la vuelta de la esquina.
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