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Tribuna
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Evitar falsas expectativas

Dentro de la avalancha de información económica que se viene produciendo en las últimas semanas, y particularmente desde el pasado 6 de junio, resulta entre ingenuo y básicamente inútil el tratar de razonar una opinión divergente de la línea principal de pensamiento que, sorprendentemente (dado el fracaso cosechado), sigue siendo básicamente continuista. No obstante, en la medida que estimo que la situación de nuestra economía es mucho más seria de lo que habitualmente se reconoce, y de que son necesarios cambios fundamentales en su orientación, creo que merece la pena el exponer brevemente el porqué de algunos de estos cambios.Alzas salariales

Así, por ejemplo, hoy es casi artículo de fe el que la rigidez del mercado laboral es la causa fundamental del paro, y aunque sin duda ha contribuido significativamente a ello, sus efectos están por debajo de la destrucción de empleo originada por los altos tipos de interés, la sobrevaloración de la peseta y el clima de especulación y enriquecimiento rápido surgido al amparo de esta situación.

Otra cuestión son las alzas salariales, sin duda relacionadas con lo anterior, pero con una problemática propia. Evidentemente es imprescindible reducir los costes del trabajo, primero, y acompasar su crecimiento al de la productividad, después, pero ¿qué pasa con las remuneraciones de consejeros, altos directivos, y en general de las rentas más altas, que han crecido en los últimos años bastante por encima que los salarios normales? Y no se trata aquí de hacer demagogia, primero porque estos costes representan en muchos casos una fracción no despreciable de los costes de una empresa (incluyendo las cargas sociales de planes de pensiones ultragenerosos), y después porque no resulta ¿tico ni creíble predicar la contención de salarios aguas abajo y hacer lo contrario aguas arriba.

Además, y fundamentalmente, el trabajo no es el único coste que cuenta en la economía: ¿qué pasa con otros costes esenciales, como los productos petrolíferos, la energía eléctrica, las telecomunicaciones o los costes de intermediación del sistema financiero, que son todos ellos superiores, o incluso muy superiores, a los del resto de la Comunidad Europea? ¿Es que esos costes, que afectan sustancialmente a la economía porque ejercen efectos multiplicadores sobre el nivel general de precios, y que se generan esencialmente por la existencia de monopolios de hecho, no se van a tocar?

Y no se trata aquí de hacer advertencias o recomendaciones de que sean buenos chicos y de que no abusen, sino de que el Gobierno se emplee a fondo con toda firmeza para que los precios sean los que deban ser y no otros, porque esto afecta significativamente a nuestras posibilidades de recuperación.

Déficit público: otro gravísimo problema de nuestra economía. ¿Es que acaso alguien puede pensar seriamente que la contención, primero, y la reducción, después, del gasto público es compatible a medio y largo plazo con menos de un 30% de la población empleada y con el mantenimiento de 17 autonomías, 17 Gobiernos y 17 nuevas legiones de funcionarios? Afirmar que hay que reducir el gasto público y no mencionar estos dos temas es un ejercicio de mera retórica.

Para mejorar la situación de la economía hay que arreglar muchas cosas; no vamos a salir de la crisis sólo con un pacto social, y que conste que soy un ferviente partidario del mismo, pues viví de cerca los Pactos de la Moncloa, y creo que fueron un éxito rotundo para nuestra economía.

Pero hoy, integrados en un área económica más amplia, se necesita más, muchísimo más que eso. El pacto social es algo así como la condición sine qua non de los escolásticos: es necesario, pero no suficiente.

El punto de partida (como en casi todo) es conocer la situación real en la que nos encontramos, y aquí debemos basarnos en hechos, y no en buenos deseos. Y los hechos son que la economía española se encuentra probablemente hoy en peores condiciones que la de casi cualquier otro país comunitario para superar la crisis, y consecuentemente vamos a ser probablemente los últimos en salir de la misma.

El proceso de convergencia ha sufrido muy duros reveses en los últimos tiempos, y la situación va a ir a peor antes de que se estabilice y empiece la recuperación. Las previsiones de los grandes bancos de inversión, que suelen ser más fiables que las de las instituciones nacionales e internacionales (entre otras razones, porque se juegan su dinero y el de sus clientes, y porque pueden emitir su opinión casi sin condicionamientos), estiman crecimientos para nuestra economía cercanos a cero en 1993 y 1994 (- 1 y + 1, aproximadamente), niveles de pato del 24%, o incluso superiores, mayor déficit público y nuevas depreciaciones de la peseta.

Dentro de la clasificación que publica este mes de junio el semanario británico The Economist, sobre las expectativas económicas de los 13 países más industrializados, España ocupa el último lugar tanto para 1993 como para 1994.

La recuperación no está, pues, a la vuelta de la esquina, y ésta es la primera premisa que debe quedar clara para evitar falsas expectativas y nuevas frustraciones.

La prioridad del paro

Con un nivel de paro probable del 24% a finales de 1993 o principios de 1994, el objetivo número uno de nuestra futura política económica ofrece muy pocas dudas: crear empleo a toda costa.

Sin embargo, esto ocurre en un momento en que casi todas las empresas del país tienen como principal objetivo la reducción del empleo. La mejora de la productividad y la mejora o el mantenimiento de los resultados pasan en casi todos los casos por la reducción de las plantillas. Las administraciones públicas, por su lado, están tan a rebosar que no sólo no pueden crear más empleo, sino que deben reducirlo; entonces, ¿dónde se va a generar el empleo necesario?

Creo que no hay más que una alternativa: intentando regenerar lo que se pueda del tejido productivo que ha sido destruido y creando las condiciones favorables para la aparición de miles de nuevas pequeñas y medianas empresas. Esto es fácil de decir, pero ¿cómo se consigue? Desde luego, no hay ninguna fórmula mágica, pero sí existe un consenso casi general sobre el mejor procedimiento para lograr crecimiento y empleo: tipos de interés bajos o muy bajos, dinero suficiente. Y tratamiento fiscal favorable a la inversión y al empleo. Y en el caso de España yo añadiría el que la burocracia de las distintas administraciones públicas se dedique a facilitar, y no a poner obstáculos (como ahora ocurre en tantas ocasiones) a la creación de nuevas empresas y a la realización de nuevas alternativas de inversión.

Esta fórmula tropieza con un primer gran obstáculo: tipos de interés bajos (y por bajos se entiende que estén al mismo nivel que los de los países centrales de la Comunidad Europea, y no tres o cuatro puntos por encima) son difícilmente compatibles con el objetivo de tipo de cambio a que obliga nuestra pertenencia al SME. Por ello, el primer gran dilema de nuestra política económica ligado a la generación de empleo es si *España debe permanecer o no en el SME o, dicho de otra manera, ¿es mejor para la recuperación de nuestra economía la permanencia en el SME, o lo contrario?

La anterior política económica tuvo como objetivo número uno el mantenimiento del tipo de cambio, algo obligado por nuestra pertenencia al SME. Ello condujo durante los últimos dos años a practicar una fuerte deflación competitiva, que se ha llevado por delante empresas, empleo y, en su apoteosis final, una buena parte de las reservas exteriores de España.

El estar dentro tuvo un gran éxito inicial, consiguiendo tina apreciación significativa de la peseta desde junio de 1989, lo que atrajo flujos masivos de dinero exterior hacia nuestra economía. Produjo crecimiento monetario y financiero, pero como contrapartida llevó a un fuerte proceso de destrucción de la economía real, adversamente afectada tanto por los altos tipos de interés que exigía nuestro compromiso de tipo de cambio como por el, tipo de cambio mismo, que dañaba fuertemente nuestra competitividad exterior; creó también una filosofía de enriquecimiento rápido, basado en la especulación y en la información privilegiada, que dañó seriamente a nuestra economía y relegó el trabajo productivo a una actividad de tercera clase. Facilitó la financiación del déficit público, pero precisamente esta facilidad contribuyó a su crecimiento, pues con dinero o crédito abundante las administraciones públicas, fuertemente presionadas al incremento del gasto, por múltiples razones, y sin freno ni control efectivo en la mayoría de los casos, no podían conducir a otro resultado. En conjunto, la pertenencia al SME no nos ha traído ventajas duraderas, y sí nos ha ocasionado daños permanentes.

Experiencia satisfactoria

Por otro lado, ¿cuál es la experiencia de los países que han optado por salir del SME para poner orden en su casa sin condicionamientos exteriores? Se tendría que ser muy sectario para no reconocer que claramente satisfactoria. El Reino Unido es el país de la CE que más crecerá en 1993 y 1994 (y no porque su economía había decrecido en 1991 y 1992), e Italia, una vez que tenga un Gobierno estable, tiene unas expectativas de crecimiento rápido enormes. Por estas razones, los partidarios de permanecer tendrían que explicar muy claramente a la opinión pública cuáles son hoy las ventajas, porque los inconvenientes están demostrados.

Roberto Centeno es catedrático de Economía de la Universidad Politécnica de Madrid.

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