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Emilio Lledó, la activa melancolía

Juan Cruz

Los amigos canarios de Emilio Lledó el profesor de Filosofía que ha hecho del silencio una metáfora del pensamiento y de la palabra, han querido dedicarle un homenaje, una especie de doctorado honoris causa, que es un doctorado profundamente moral. Un doctorado ético.Lledó fue profesor de todos ellos en La Laguna -su primera universidad- durante unos años esperanzados y terribles, cuando aún era 1968 y la oscuridad en España resultaba una amenaza para el entusiasmo, una inflexión profunda y perpleja 1 de la libertad. ¿Adónde íbamos entonces? Aún estaban como puntos de referencia de los jóvenes de entonces las presencias lejanas, parcialmente desconocidas -oscurecidas por aquel tiempo oscuro- de Sartre, de Camus, de Bertrand Russell y de Ernesto Che Guevara, al que, por otra parte, acababan de matar.

Siempire acababan de matar a alguien: en Vietnam, en Bolivia, en España. Era una cultura que trataba (te desprenderse de la memoria de la muerte y al tiempo estaba abocada a la muerte, al cansancio, a los adoquines grises que unos jóvenes de Francia quisieron extraer para ver si debajo de aquella monotonía se hallaba verdaderamente el mar.

Aire fresco

En aquel clima, Emilio Lledó entró en la universidad como si fuera una bocanada de aire fresco; reflexivo, dubitativo, vital y melancólico, fue enseguida un punto de referencia, espectador y partícipe de todas las indecisiones de los jóvenes de aquel tiempo. Enseguida adquirió la estatura del maestro y rompió poco a poco los viejos muros de las aulas. Su disciplina era la Historia de la Filosofía, pero en realidad su pasión era la vida, y, por tanto, la escritura, lo que queda indeleble de, los hombres. Tenía 35 años, pero ya todos le trataban de usted y le llamaban maestro.

Sus clases eran reflejo de esa voluntad suya de convertir los muros en aire y lo consiguió hasta tal punto que lo que enseñaba era seguido no sólo por sus discípulos naturales, aquellos que estaban obligados a aprobar su asignatura para seguir camino en la vida, sino por otros alumnos -e incluso profesores- a los que fascinó su manera de ver un universo que entonces se presentaba apocopado, mustio, el territorio de la nada y del porvenir de la nada.

Era una manera distinta de hablar, de entusiasmarse, de estar más cerca -y no en el sentido tradicional de la palabra- de Dios. Le gustaba -le gusta: se habla en pasado sólo para resaltar la propia nostalgia de su magisterio- relacionar la expresión actual con la expresión de los clásicos, y sus etimologías recurrentes -entusiasmarse: estar en Dios, literalmente, por ejemplo- festoneaban sus clases como juegos de palabras en los que convocaba como cómplices a Platón, a Aristóteles o a Homero.

Hizo entonces, y siguió haciéndolos, actuales a los clásicos, a los que traía a sus clases como otros llevaban a los últimos autores de moda. Consciente, por otra parte, de que la moda es pasajera en su propia naturaleza, se afirmó en esa convicción clásica y hoy muchos de los que fueron sus descubrimientos son ya conocimiento corriente de todos nosotros.

Es un maestro en el sentido expresamente clásico de la palabra. Por eso le siguieron esos mismos estudiantes que le homenajean ahora a la Universidad de Barcelona: era como el flautista de Hamelin, aunque acaso el único instrumento que tocó para convocarles fue el de la sencilla sabiduría, el de la activa melancolía de los poetas, que seducen por lo que tienen de pálidos, de dubitativos, de seres en cuya indefensión está su fuerza.

Quizá fue ese mismo poder de magisterio el que luego -en Madrid, adonde quiso volver- le cerró las puertas de una universidad, la Complutense, donde parecía natural que enseñara a estudiantes posteriores, a jóvenes de la democracia que probablemente hubieran aprovechado más de él que de otras algarabías. Le cerraron la puerta en las narices sus propios compañeros.

Aquella melancolía activa de Emilio Lledó debió acrecentarse entonces, y por eso se fue al corazón del problema de Europa, a Berlín, a enseñar en mejores bibliotecas, en ambientes más propicios para un extemporáneo, para un personaje que aún cree en la tolerancia, la reflexión y, de nuevo, la melancolía. Curiosamente, desde entonces -desde que ese exilio se produjo- le llovieron parabienes, premios; se reeditaron sus libros, se le escuchó en todas partes. Y se le rindieron homenajes. El del sábado, quizá, es el más cumplido, el que simboliza mejor su trayectoria de maestro, de ingenuo hablador de lo que sabe.

Tolerancia

Decía en una de sus clases -y lo he repetido tanto que a veces pienso si esa frase no la habré desvirtuado de tanto atribuírsela- que la tolerancia era la madre del conocimiento y la duda, y para ilustrarlo afirmaba que dentro de todo sí hay un pequeño no, y añadía que dentro de todo no hay un pequeño sí. La incredulidad -la incredulidad activa, la duda metódica, el respeto a los demás- pareció ser siempre su manera de ser, su actitud -poética- ante la vida. Acaso por eso antes no se creyó el insulto que padeció y ahora asiste, como si fuera otro, como si no fuera con él, a esta fiesta en la que se celebra su pensamiento. Y su melancolía.

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