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Tribuna
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Un jacobeo intrínsecamente subversivo

Por un momento conseguí salir de mí, de mi presencia en el Palau de Sant Jordi, y me vi con Salvador Clotas, Martín Capdevida y Ferran Fullá, los cuatro, en la escuela de la cárcel de Lérida, 1963, en torno de un pequeño disco en cuya portada aparecía un muchacho de nuestra edad, con una guitarra bajo el brazo, el reclamo de canciones como Al vent y de una presentación a cargo de Joan Fuster. Nosaltres els valencians nos hacía compañía en la celda, junto a Sweezy, Baran, La estructura de la lírica moderna, Álgebra Moderna, cada loco, cada estudiante con su tema. La voz de Raimon sonó cautiva en aquella escuela-celda, pero empezó a elevarse y alcanzó más allá de las rejas el vuelo de los vencejos y la línea imaginaria de las tierras del Segre. Al acabar Al vent comprendimos que habíamos escuchado algo profundamente nuevo y las vibraciones de la poderosa voz del valencianismo prometían romper los cristales de la estación y los emplomados vitrales de una cultura amenazada por los enemigos exteriores y por los amigos que a veces la asfixiaban por exceso de refajos.Tantas cosas empezaron con Al vent y la otra noche la canción de Raimon mostró su vocación de eternidad y se hizo otra vez voz del cantante, pero también se mostró apta para japonesidades y para echarle concierto a la cosa mediante la banda valenciana. El "Jacobeo" de Al vent había convocado peregrinos de todas las tierras de la canción y de todas las tierras de España.

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Un concierto

Carné de subversivo

Hubo quien se trajo a sus hijos para que comprendieran de qué precarias fuentes se alimentaba la esperanza en aquellos tiempos en que estar "al vent" o decir "no" te daba carné, naturalmente secreto, de subversivo, pero lo sorprendente es que el recital de Raimon y de los alegres muchachos compañeros de su noche conectó con una sensación colectiva de que las palabras han de liberarse de la insoportable levedad del saber y apostar por la descripción del desorden. La nostalgia se escondió ligera en los gasesosos techos del palacio catalano-japonés y la comunicación que se estableció en la sala fijaba a la vez conciencia, constatación, crítica por todas las tentaciones que han tratado de falsificar tantos orígenes para omitir el engorro de las identidades.

Allí estaba en el escenario Raimon oxigenándolo todo con su voz de huracán y su silencio educado a medias por Espriu y Mompou, y Serrat recuperando canciones de madrugada de fugitivo de ¡da y vuelta del Poble Sec, fugitivos de ¡da y vuelta como todos los que tuvimos patrias de infancia pequeñas y erosionadas. Allí estaba Quico demostrando que tampoco por "l'home del carrer" ha pasado el tiempo y sigue en su traje gris a la espera de la resurrección de las almas y las carnes. Y Paco, Paco Ibáñez llamando al orden a los políticos y dejando los caballos al galope para que enterraran en el mar insuficiencias y cansancios democráticos. Y Viglietti, que nos recordó su tercer mundo, nuestro cuarto mundo, o Seeger, que nos ayudó a recuperar la memoria de ¡Ay Manuela! o ¡Ay Carmela!... eran la misma perdedora, confiada en que las canciones contaban la verdad de la Vida y de la Historia. Montllor, ¿por qué no canta Montllor si canta tan bien como siempre? ¿Y Cilia, tan necesaria su voz? Laboa, el musicador esencial.

Cuando volví de la cárcel de Lérida al Palau de Sant Jordi, no llevaba encima el consuelo de la nostalgia, sino la impresión de que el acto al que asistíamos no tenía nada que ver con una reunión de ex combatientes o ex cautivos. En muchos momentos fue una reunión intrínsecamente subversiva, aunque quizá la palabra subversión fuera un caligrama de la gran reproducción de Miró que en retaguardia y a su sublimada manera, siempre pintó a favor de las cosas necesarias. Eso es. Fue un acto necesario de balance y de ¡hasta aquí hemos llegado!

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