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Historia de una sobremesa

El dramaturgo, escritor y académico de la Real Academia Joaquín Calvo Sotelo fue enterrado el jueves, a las 15.30, en el cementerio de El Pardo (Madrid). Calvo Sotelo murió a los 88 años, el miércoles por la noche, tras una larga enfermedad. Escribió cerca de 60 obras de teatro, muchas de ellas comedias. Una de sus obras, probablemente la que más se recuerde, La muralla, llegó a sobrepasar las 5.000 representaciones. Se estrenó en 1954 y sorprendió por su argumento, social y duro: no basta con confesar la corrupción, hay que restituir lo robado. Hijo de Pedro Calvo Camina, que fue presidente de la Audiencia Provincial de Madrid, Joaquín Calvo Sotelo nació en La Coruña el 5 de marzo de 1905. Fue hermano del político monárquico José Calvo Sotelo.

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Fui a almorzar a su casa hace poco: era la primera vez en mi vida, y todos sabíamos ya que iba a ser la última. Una comida sencilla y delicada -Giuliana, claro- y una sobremesa sin cafés ni licores: se suponía que todos estamos algo tocados de algo. Una casa grande, amplia, luminosa, con un resplandor verde de árboles y plantas, y el despacho, junto al salón, con los carteles de teatro de algunas obras de Joaquín.Se comprendía que era una sobremesa única en nuestras vidas: para reconstruir, para rememorar cosas de tantos años. Quizá para la mejor reconciliación.

-Te aprecié siempre mucho...

-¡Joaquín, si no me dirigías la palabra!

Y nos reíamos todos. Joaquín, Giuliana, Concha, yo. Una vez, en un banquete, muchos años atrás, nos obligaron a levantarnos de nuestros asientos, salir al centro del salón y abrazarnos en señal de reconciliación.

Aquella misma noche nos encontramos en un teatro y ya no nos saludamos. No nos acordábamos de a quién era el banquete, ni dónde (yo, sí, pero me callé: a Marqueríe, en el Círculo de Bellas Artes, un día cegador de verano. Él entró deslumbrado y, sin ver, se sentó frente a mí). ¡Odios de teatro! A esta altura de una sobremesa de sol y calma en el primer piso de Álvarez de Baena, todo el pasado era ridículo en cuanto tenía de ingrato o de hostil. En esas vísperas de muerte sabida.

- Te voy a leer un soneto -me dijo.

Ya se sabe lo que pasa: un soneto es, al fin, un libro de poemas. Le estimulé: me gustaban. No le quise decir que era lo mejor que había escrito, por si interpretaba mal la frase, pero los encontré con calidad clásica y moderna.

Un humor fúnebre, una fina gracia española mortuoria, con más dominio artístico de la palabra que nunca. Me impresionaban, me gustaban. Estaba terminado; pero va a ser un libro póstumo. Creo que hay alguno más y unas obras completas.

"Esqueleto de vizconde"

Volvíamos a lo que nos separó.

-Hiciste una crítica muy mala mía... Me decías que no sabía ni titular...

-No fui yo, fue Marqueríe.

-¡Eras tú! La obra era La visita que no tocó al timbre, y decías que debió ser "que no llamó al timbre"...

-¿Sería yo realmente? Quién sabe.

-Pero yo te llamé otras cosas. Te llamé "esqueleto de vizconde".

Verdad. Yo entonces era un joven delgadísimo -guerra, posguerra: desnutrido- y me vestía con atildamiento: para sobrevivir en el mundo que no era el mío. Hubo una broma (de José Luis Alonso, que tampoco estará más) por la cual tres críticos (Marqueríe, Jorge de la Cueva, yo) estrenamos en el teatrillo de su casa unos apropósitos, y tres autores hicieron las críticas. Joaquín Calvo Sotelo del mío, en mi periódico (Informaciones), y dijo algunas cosas más, inquietantes: para la época y para su personalidad. Pero no se las recordé. Su hermano José, asesinado en las vísperas de la guerra civil, era "el protomártir", en el lenguaje histórico.

La guerra y el martirio

-Me dicen que yo era muy vanidoso entonces...

-¡Soberbio, Joaquín, soberbio!

Y nos reíamos otra vez. Tenía -hasta ahora, hecho una pavesa- el pecho de quilla o de pichón: es una forma meramente física, pero puede dar aire de grandeza. No sólo tenía la guerra ganada, y el martirio, y hasta su propia redención de una juventud bohemia y, según dicen, noctámbula (me cantó una vez de memoria un cuplé del Príncipe Carnaval: estuvo enamoriscado de la estrella, Teresita Saavedra, que fue la primera mujer que llevó frac en España, y se los hacía el sastre del rey), anduvo con Jardiel y Tono y Mihura, con los chicos de Gutiérrez y del Buen Humor. Con José López Rubio -que siempre fue formal; pero ahora no se hablaban. El teatro, el teatro, con Mihura había escrito una de sus primeras comedias, creo que El contable de estrellas, en 1939.

Era la época de la fantasía, del ensueño, del teatro de la felicidad que vino a enseñar Evreinoff: arrancaba la que se ha llamado "la otra generación del 27, de autores de teatro.

El sobresalto de la guerra les cambió un poco, pero sólo Joaquín, de entre ellos, hizo algo de teatro político: La cárcel infinita, Plaza de Oriente, Criminal de guerra... Pero, como los otros, hacía teatro de evasión: él de la época. Tierno, poético, ingenioso. Un día sorprendió con una obra social, dura: La muralla, en 1954. No basta con confesar la corrupción, hay que llegar hasta restituir lo robado. Era significativo en su tiempo; en un tiempo corrupto, pero sin prensa. Le acusaron de haber tomado el argumento de otro autor, le buscaron vueltas. Un hombre de esa clase no podía ir contra los ricos, pero siguió: La herencia, en 1955.

Probablemente, La muralla será su obra que quede, con más derecho, en la historia del teatro, por encima de las otras. Entera, dura, construida sin concesiones. Algunas obras son menores; otras, equivocadas; todas, ambiciosas.

Y estas otras sociales: Garrote vil a un director de banco, condena pura de la sociedad capitalista y del dinero.

Lejos de mí la idea de querer, ahora, convertirle en un hombre de izquierdas. Pero muchos de aquellos intelectuales de la guerra tuvieron unos arranques, unos principios, que luego han faltado.

Es posible que les vinieran de Falange, aunque no fuera esa la tendencia de la familia.

-Parece mentira que dos rojos llevo yo en mi coche ... -dijo, con su humor, un día que nos llevaba a Umbral y a mí, a nuestras casas, desde la Fundación Santillana.

Qué bien cuando todo eso se disuelve en bromas y chistes. Y hasta en nostalgia.

-El otro día entramos en el Palace Mingote y yo, y nos caímos los dos por las escaleras...

-Me lo ha contado Antonio. Le impresionó mucho.

El bar del Palace, tan rico en sus tiempos... El que fue de Mihura también, y Alfredo, José Vicente Puente -Pepe Puente-, Foxá... Salieron los dos de la Academia y se acercaron a tomar una copa... El incidente les había impresionado mucho.

-¿Por qué no hacemos una comida con Mingote? -dijo Giuliana.

Quedé en organizarla, pero ya no fue posible.

Inseparables

Giullana ha sido la vida de Joaquín durante toda la vida; sobre todo, desde toda la larga muerte. Inseparables toda la vida, después de un incidente en la boda, que probablemente les unió más. Ahora había dejado ella todos sus trabajos, todas sus empresas: sólo se dedicaba a él...

Habíamos saldado una época, roto un maleficio; nos habíamos ayudado mutuamente. La sobremesa tenía que acabar: era jueves, y Joaquín se iba a la Academia.

No parece que faltó nunca, o eso se decía. Me regaló un fascículo del diccionario de autoridades, me encareció que llamase a Mingote para que almorzásemos. No le he visto nunca más.

Más información en la página 23

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