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A la sombra de Valle-Inclán

De "ruedo ibérico de derechas" se ha calificado Madrid, de corte a cheka, la novela de Agustín de Foxá que ha vuelto a salir a los escaparates apoyada por un poderoso grupo editorial. (Se publicó por primera vez en 1938, en plena guerra civil, y ese mismo ano se hizo una segunda edición corregida y aumentada.) Tal calificación es bastante certera, aunque admite matizaciones. Lo que sí es exacto es que la obra de Foxá constituye la aportación máxima que la guerra civil y el terror rojo suscitarori en la España nacionalista, y que es un texto indispensable en cualquier análisis de la literatura producida por el conflicto.Poeta, dramaturgo, narrador y articulista, Foxá, que humanamente debió de ser todo un personaje, fue en lo lírico y lo dramático un escritor situado en la órbita del modernismo. Algunos de sus mejores poemas evocan delicadamente el fin de siglo. Menos afortunada, su obra teatral se adentra por el ámbito del teatro en verso, en la estela de Eduardo Marquina. Como narrador, Foxá se mueve en el modelo esperpéntico de Valle, aunque sin olvidar elementos de Baroja.

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Estas consideraciones distan de ser superfluas. Escritor de indudable ingenio, fue en todo un epígono aventajado. La brillantez, la gracia incluso, el despliegue verbal de Madrid, de corte a cheka, vienen en buena medida de Valle-Inclán. La novela, sobre todo en. su arranque, depende ostensiblemente de la técnica de construcción mediante yuxtaposición de escenas típicas de El ruedo ibérico (31 de Tirano Banderas), del que derivan asimismo el tratamiento expresionista del lenguaje y algunas claves de estilo muy notorias.

Foxá proyectaba escribir una serie de nuevos Episodios- nacionales, pero no pasó de esta novela, donde abordó la caída de la Monarquía, la República y la guerra civil. Valiéndose a modo de tenue hilo conductor de una suerte de alter ego, José Félix Carrillo, el narrador, reconstruye el universo social, cultural y político de la época. Aristócrata de origen y pensamiento, era Foxá un reaccionario genuino, que decidió militar activamente en las filas del fascismo, ya en la República. La nostalgia del orden antiguo que subliman sus versos mejores (por ejemplo, El coche de caballos o Mar de los abuelos) se convierte en la novela en sustancia ideológica.

De las tres partes de la obra, es la primera (Flores de lis), dedicada a la caída de la Monarquía, la más convincente por la opulencia -valleinclanesca- del estilo y la amenidad del relato, al margen de que los prohombres de la ya iinminente República sean puestos sin piedad en la picota. Este nivel se mantiene, aunque no sin altibajos, casi hasta el final de la segunda parte (Himno de Riego), que versa sobre el periodo republicano. Hasta ese momento la vida literaria y política es objeto de una recreación agudísima, aunque conscientemente deformada por la óptica conservadora del narrador. La misma peripecia sentimental del protagonista, envuelto en unas relaciones amorosas clandestinas, que el autor no condena, cobra vigor, aliento novelesco.

Pero a partir de aquí, y sobre todo en la tercera y última sección (La hoz y el martillo), centrada ya en la guerra civil, en el terror rojo, la novela se despeña. La ideología se lo come todo, incluso el estilo. El escritor fue incapaz de alejarse de los acontecimientos y produjo un discurso planfletario y estéticamente inaceptable. Dista de ser cierto, aunque otra cosa se dijera en su momento, que Foxá no se ensañe con los vencidos: se ensaña, los sataniza, hace de ellos monstruos de orgullo y vesania.

Alguna vez se ha señalado que su sectarismo es paralelo al de La forja de un rebelde, de Arturo Barea. Disiento de la comparación: Foxá carece de la capacidad de autocrítica Í del gran memorialista republicano, que, entre otras cosas, narró, en las páginas de La llama, su disidencia respecto al aparato estalinista. Pero lo más grave de todo es, repito, que la novela perece fagocitada por la ideología. Es el triunfo de la literatura de consigna, del doctrinarismo puro. Por ese hibridismo de arte e ideología, la crítica de la España nacional fue unánime a la hora de valorar la novela. Así, el historiador Joaquín de Entrambasaguas otorgaba a Foxá en 1939 "el primer puesto de novelista de la Nueva España". Y en 1945, el catedrático José María Martínez Cachero la consideraba la mejor novela de la guerra, juicio que no aparece, por cierto, en su reeditado libro sobre la novela española desde la guerra civil (Castalia, 1985).

Foxá fue un epígono destacado. Por eso careció de la grandeza de otros escritores fascistas, como Céline o Drieu la Rochelle. El interés de Madrid, de corte a cheka, es de signo parasitario: procede de ese infinito Valle-Inclán de los esperpentos a quien la novela rinde homenaje en su obertura al sacarlo a escena "con sus barbas de padre Tajo". Consignarlo es de justicia si se habla de Foxá y su novela: epígono, sí; ingrato, no.

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