Siete llaves al sepulcro del golpe militar
ALBERTO PIRISConsidera el articulista que el desarrollo político, tan esencial como el económico, no necesita de factores externos a los del propio país. En este sentido lamenta el que en España se haya avanzado poco en el camino político, única forma para erradicar definitivamente la amenaza del golpismo militar.
Escribe Cambó en sus Memorias que, al enterarse del golpe de estado de Primo de Rivera -acontecimiento que se produjo mientras él hacía un viaje turístico por Grecia- el hecho no le sorprendió, porque la experiencia le había enseñado que "cuando los hombres más ponderados sienten irritación contra un Gobierno encuentran bien, de momento, cualquier otro que venga a sustituirlo, aunque la sustitución se haga saltando por. encima de la legalidad y creando una situación de la que es difícil salir". Es motivo de reflexión este comentario, realizado por un destacado político conservador, casi al final de su larga singladura en las agitadas aguas de la España del último decenio del pasado siglo y los tres primeros del actual. Tanto más cuando es recordado en la España de hoy, en la que no son pocos los "hombres ponderados que sienten irritación contra un Gobierno".Además de la irritación causada por los últimos gobiernos de la monarquía, a la que en concreto alude Cambó, y el desprestigio que esto supuso para las instituciones políticas, la dictadura de Primo de Rivera fue producto de otros factores, propios de aquella coyuntura histórica, entre los que no hay que olvidar el grave deterioro del orden público, a manos del terrorismo anarquista enfrentado al terrorismo de Estado apoyado por la patronal catalana, y las consecuencias de la guerra colonial en Marruecos, que hirieron profundamente la sensibilidad del Ejército. Por eso, no es posible trazar un paralelismo exacto entre la España de 1923 y la de 70 años después, ni en modo alguno se pretende en estas breves consideraciones extrapolar acontecimientos históricos en circunstancias no comparables, aunque se pueden encontrar algunas significativas líneas de convergencia que no es superfluo intentar poner de relieve, para evitar que se avance insensiblemente por tan peligroso camino.
Hay en la España de hoy hombres ponderados a los que causa malestar la evidencia de un deterioro político extendido. Este deterioro abarca numerosos aspectos, y basta con prestar cierta atención a los medios de comunicación para comprobar cuáles son, en cada momento, los más preocupantes. De entre ellos pueden entresacarse algunos.
Saben esos hombres ponderados que algunos parlamentarios se esfuerzan con ahínco en su actividad política, pero se desalientan ante el absentismo de otros muchos, que debieran sentirse humillados sólo por el hecho de que sea preciso recurrir a las multas para impedir que dejen de atender a las responsabilidades para las que fueron elegidos y en cuyo ejercicio deberían sentirse satisfechos y honrados (sin tener en cuenta las remuneraciones y prebendas de que por ello gozan). Los vacíos escaños del Congreso de los Diputados son ya una habitual imagen que desprestigia a una institución fundamental, sobre cuya reforma se lleva años clamando desde muchos sectores de opinión, y que nadie parece ser capaz de abordar.
Corrupción oculta
Saben muchos también que durante el régimen de Franco, la corrupción era amplia y profunda, aunque poco conocida a causa del control que se ejercía sobre los medios de comunicación, pero no esperaban que la única diferencia observable al pasar a vivir en un régimen democrático fuera el hecho de que en éste, por lo menos, se publican ahora noticias sobre ella. Esperaban que hubiese disminuido sensiblemente o que hubiese desaparecido casi del todo. El clientelismo, los enchufes, los abusos de los medios y ventajas que los cargos otorgan, la prepotencia que produce el aroma del poder a los que no estaban preparados para ello son del dominio público, y todo eso genera una cierta irritación entre las gentes, bien percibible en el trajín cotidiano del hombre de la calle. Desde la primera y arrebatadora ilusión democrática a comienzos de la transición, el pueblo español ha ido sintiendo un creciente desaliento. La democracia, trabajosamente elaborada, parece no funcionar como se esperaba. Por otro lado, el cambio, tan anunciado hace 10 años como vanamente esperado desde entonces, no se ha producido. En todo caso, han cambiado quienes del poder o sus contactos con él obtienen ventajas y beneficios personales. La conocida opinión, expresada desde el poder, de que España es uno de los países donde mejores negocios se pueden hacer, apenas tenía significado práctico alguno para la inmensa mayoría de los ciudadanos que la escucharon.
La falta de sensibilidad social que se advierte cuando se trata a los damnificados de la colza con un altanero desdén burocrático, pero se asignan millones a un tren de alta velocidad de cuya necesidad apenas nadie había tenido la menor noticia hasta entonces, es otro de esos asuntos recientes, elegidos al azar, que van poco a poco haciendo perder la fe en las promesas electorales de los partidos políticos y, para algunos, incluso, en el mismo sistema pluripartidista. La insolidaridad que se percibe en ciertas prácticas de gobierno y la comprobación de que lo único que merece la pena -siguiendo el ejemplo de los triunfadores y los bien situados- es la búsqueda de una superior posición personal hacen que muchos hombres y mujeres valiosos ignoren o desprecien la vida política. Todos perdemos mucho con ello.
La dimisión de un ministro británico, n o hace mucho tiempo, por una cuestión de comportamiento personal, fue vista en algunos círculos políticos de este país como el natural resultado de que alguien sin una sólida posición financiera privada y sin los necesarios contactos previos con la élite del poder pretendiera abrirse camino hasta los más altos niveles de la política. "Que afiance primero su posición social y luego aspire al poder político", se comentó sin aspavientos en Londres. Por no haberlo hecho así, se dijo allí, ha sufrido el vértigo de la altura y se ha desplomado desde ella. Como si la vanidad del recién llegado, carente de la pátina que sólo la costumbre produce, fuese un grave inconveniente para quienes desean alcanzar las cúspides del poder. Basta mirar en tomo nuestro para ver que esto mismo se produce también en la España de hoy. ¿Será mejor, pues, que gobiernen los poderosos o los de siempre? Descartados ya Lenin y las revoluciones, ¿no queda ninguna otra salida? ¿Ha desaparecido todo referente ético o moral y sólo se utiliza la vara de medir del beneficio económico para adoptar decisiones políticas? ¿Habrá que convivir perpetuamente con la corrupción en el ejercicio de la política?
Sin alternativa viable
Interrogantes sin respuesta inmediata, que expresan la "irritación de las personas ponderadas", aumentada por la creciente sensación de que no existe una alternativa viable e inmediata que permita esperar una mejora de la situación. La ley de que "más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer" sólo genera apatía y desapego.
Pero ocurre que es también por muchos sabido el hecho de que siempre está latente en algunos países, entre los que no puede todavía descartarse a España, la posibilidad del golpe militar. Está comprobado que, mientras los militares de una nación que todavía no ha sabido asumir por completo los usos democráticos tengan ideas -lo que sucede a veces- y tengan armas -lo que indefectiblemente ocurre siempre-, la aparición de un vacío político de cualquier tipo suscita un movimiento de la institución militar para llenarlo. Las armas no necesitan ser muy modernas: cualquier ejército del más pobre país del mundo no desarrollado las posee. Las ideas suelen ser fácilmente reconocibles: un primario nacionalismo, una concepción desmedida de la "unidad de la patria", del "orden" y de algunos otros conceptos difíciles de definir pero con alto potencial mitificador, y, por último y más importante, un convencimiento de que los políticos profesionales están profundamente corrompidos mientras que la profesión militar, por definición, practica las virtudes de la austeridad y el sacrificio que le son connaturales. Nada de esto sucede hoy en España, pero ha pasado en épocas anteriores y, aun hoy día, no son pocos los países donde esta regla se aplica en toda su plenitud. No es ocioso tenerlo en cuenta, para delimitar con claridad el camino por el que nunca se ha de marchar.
Si a lo anterior se une la sensación de que el deterioro puede hacerse irreversible y de que "España se está rompiendo", de la que no hace mucho se han hecho eco algunos medios de comunicación, y aunque tal sensación no responda fielmente a la realidad o, en todo caso, sea discutible, podría suceder que algunos de los que creen que en nuestro país la "cuestión militar" ha dejado de ser un problema se llevarán una desagradable sorpresa.
Por último, habría que considerar, ademas, que ni Maastricht ni la unión con Europa son remedios para las enfermedades que aquejan a una sociedad. Tanto o más importante que formar parte de una cierta Europa, es alcanzar los niveles de madurez política a los que en general aspira esa misma Europa y que en bastantes de sus países se llevan cotidianamente a la práctica. La Europa de varias velocidades que inevitablemente se vislumbra en el -plano económico, tiene un reflejo evidente en el ámbito del desarrollo político. Si en aquélla el factor diferenciador tiene matices económicos, en la Europa política de varias velocidades la ordenación se hace en función de la calidad democrática de sus sociedades. Pero sucede que, mientras el desarrollo económico viene influido por poderosos factores ajenos, en los que no es fácil intervenir, el desarrollo político puede impulsarse desde dentro de casa sin tener que contar apenas con los de afuera. Es triste comprobar que en España se ha avanzado todavía tan poco por ese camino, que es el único que nos llevaría a echar siete llaves para siempre al sepulcro del golpe millitar.
es general de Artillería.
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