Roca y Pujol: el desgarro
El nacionalismo moderado-conservador catalán vive horas decisivas. La actual pugna entre Jordi Pujol y Miquel Roca, virulenta aunque florentinamente soterrada, va mucho más allá del encono personal. Trasciende las explicaciones oficiales, que la circunscriben a discrepancias de detalle en torno al equilibrio de la coalición de Convergéncia Democrática de Catalunya con su socio democristiano, Unió. Trasciende también la política catalana y penetra de lleno en el futuro de la política española. De este pulso depende el protagonismo público de ambos personajes, la continuidad sin variaciones de la hegemonía nacionalista en Cataluña y, muy principalmente, la viabilidad de distintas políticas de alianzas en el gobierno de España.¿Qué está ocurriendo? Muy sencillo: una anticipación, opaca en cuanto a los argumentos y desgarrada en cuanto a las personas, del debate poselectoral. Cálculos políticos y demoscópicos descuentan la pérdida de la mayoría absoluta socialista para las próximas legislativas. En consecuencia, se abre camino la idea de que será inevitable un Gobierno de coalición, o una fórmula similar (pactos de legislatura estables). Los nacionalismos periféricos, especialmente el catalán, por su peso numérico y por su vocación -superior a la del vasco- de incidir en la política general española, están en el centro de este huracán.
Los protagonistas toman posiciones. Desde el Partido Popular, Rodolfo Martín Villa lanzó hace dos meses la idea de un Gobierno de gran coalición entre populares y socialistas, para evitar "quedar sometidos al arbitraje de los nacionalistas, de quienes tengo serias dudas que tengan un proyecto nacional". La idea pretendía torpedear una futura alianza del PSOE con los nacionalistas y, aunque contradictoriamente, sirvió de avanzadilla para los recientes escarceos de José María Aznar con Jordi Pujol. Pero, más que los vaivenes de esta política declarativa, lo que interesa es el poso de la argumentación y las reacciones que provoca.
Dirigentes populares apoyaron a Martín Villa, refiriéndose a la presunta deslealtad de los nacionalistas, a su incapacidad de asumir los intereses generales y al peligro de un chantaje permanente. Obtuvieron un cierto eco, desdeñoso en Cataluña, pero más bien positivo en el resto de España. Poco después, al clausurarse el noveno congreso de Convergencia, Pujol afirmó que participar en la política española "es secundario" y que no hablaría de pactos de gobierno "sin haber cobrado antes lo que nos deben". Narcís Serra y otros socialistas le acusaron de emplear un "enfoque mercantil erróneo" de la política de Estado, entendida con mentalidad de contable.
Aunque en la intimidad, los roquistas fueron todavía mucho más duros: las afirmaciones de Pujol constituían, desde su punto de vista, una "grave traición a los intereses de Cataluña". Según esa tesis, al reclamar contrapartidas anticipadas, Pujol arrojaba una sombra de sospecha partidista sobre cualquier medida resolutoria de los litigios -menores, pero reales- pendientes entre la Generalitat y el Gobierno. Esta sospecha es utilizable por las revitalizadas energías de un neocentralismo primitivo, que tiene en la alicorta dinámica de presuntos agravios interautonómicos su principal alforja argumental. Y así obstaculiza la profundización del Estado de las autonomías, paralizando de entrada estrategias deseables como la de la corresponsabilización fiscal.
Ése es el principal problema actual del nacionalismo pujolista: su política de gestos y palabras desata susceptibilidades, inspira reticencias sobre su grado de lealtad constitucional y concita incredulidad sobre su capacidad de asumir responsabilidades mayores en las tareas de gobernación de España. En política, a veces una palabra inconveniente provoca más retrocesos que mil actuaciones adecuadas. En el último año, este goteo verbal, que resta complicidades en vez de multiplicar solidaridades, ha sido particularmente nocivo. Son botones de muestra el entusiasmo lituano del otoño de 1991 ("Cataluña, como Lituania o Eslovenia, es una nación. Tenemos los mismos derechos... Pero no se puede comparar España con Yugoslavia, ni con la URSS", dijo Pujol), los intentos de patrimonialización particular de los Juegos Olímpicos (incluido el apoyo a la patética campaña de Freedom for Catalonia) y la reciente mercantilización de la política de alianzas.
La amblvalencia de lenguaje del nacionalismo catalán resulta incómoda y crea cansinos problemas de comunicación perjudiciales para todos y, a la larga, sobre todo para los ciudadanos catalanes, sin distinción de etiquetas. Pero resultaría injusto juzgar el nacionalismo catalán principalmente por estos datos de pirotecnia verbal. Si obras son amores y no las malas razones, hasta los más críticos deberán convenir desapasionadamente en que su balance político factual de 15 años participando en la democracia española no da pie para una descalificación de Convergéncia, y por extensión de los nacionalismos periféricos, basada en su deslealtad. Ese nacionalismo no sólo asumió, sino que contribuyó materialmente a redactar la Constitución democrática, aunque a veces sus publicitarios oficiales olviden este motivo de orgullo y ofrezcan del hecho una versión episódica o instrumental. Ese nacionalismo ha dado muestras de capacidad de pacto en cuestiones de Estado -política exterior y antiterrorista- y de gobierno -política económica-, ejerciendo así como oposición leal frente a oposiciones ultramontanas. Ese nacionalismo gobierna -mejor o peor, ése es otro asunto- una comunidad autónoma que constituye un buen pedazo del Estado sin mayores desestabilizaciones; y el nacionalismo vasco hace lo propio, además en coalición.
¿A qué, pues, rasgarse tanto las vestiduras? Parece lógico concluir que los excesos verbales o gestuales derívados de la ambivalencia nacionalista resultan perjudiciales, en la medida en que contribuyen a la radícalización de la juventud, minusvaloran los símbolos y la historia comunes y generan un distanciamiento psicológico entre los ciudadanos de Cataluña y los de otros pueblos de España. Pero que sean nocivos no significa que automáticamente encierren dramáticos peligros. Para quien acaban siendo más dañinos es para el propio nacionalismo.
Éste debe elegir, en esta vigilia decisiva, entre dos opciones: si desea verdaderamente culminar sus aportaciones a la política española, preparando -es decir, regando y abonando- un terreno de alianzas que no se improvisa; o si da marcha atrás recluyéndose hacia el ensimismamiento. En las filas socialistas coexisten un alma jacobina impregnada de un igualitarismo premoderno ignorante de que la igualdad se construye tratando desigualmente hechos desiguales y un alma federal todavía tímida y adolescente. De igual modo, conviven en Convergència dos concepciones. Por un lado, quienes entienden la nación al modo de la escuela histórica del derecho alemana, esto es, como una esencia, un ser eterno, permanente e idéntico a sí mismo a través de los siglos, externo y superior a los ciudadanos, y al que éstos deben sujetarse. Por otro, quienes, herederos de la Ilustración y de la Revolución Francesa, participan del concepto liberal de la nación, como articulación de los ciudadanos concretos, libres e iguales.
Esas dos concepciones se mezclan confusamente en unos y otros dirigentes nacionalistas. El mismo Pujol, en su producción publicística, participa de ambas, si bien puede concluirse que encarna más la primera -el nacionalismo esencialista-, mientras Roca bebe más bien de la segunda -la nación como conjunto de nacionales realmente existentes- La reclusión en la esencia conlleva el riesgo del ensimismamiento defensivo y/o arrogante. La apoyatura en la existencia subraya el énfasis en la extraversión y la participación en nuevas fronteras.
Roca y Pujol: el desgarro
La amalgama del nacionalismo polivalente se ha podido mantener hasta ahora por la habilidad de Pujol en sumar factores ideológicos y sectores sociales contrapuestos en un ideario algo magmático, pero simple y autoexplicable, que se resume en Cataluña, lo primero. Pero su implantación ha crecido por la eficacia y. la tranquilidad aportada al conjunto por la labor de Roca. La burguesía catalana, que a lo mejor es catalanista, pero de ningún modo globalmente nacionalista, no tiene impedimento en prestar (no regalar) apoyo al primero, con quien sintoniza dificultosamente. Lo hace porque sabe que la trayectoria del segundo ofrece garantías de que no se caerá en radicalismos estériles.Pero el equilibrio, ante el nuevo reto de la coyuntura, debe decantarse hacia un lado o hacia el otro. No puede seguir indefinidamente así. Renunciar a la apuesta española, o, lo que es lo mismo, proseguir la dinámica de escaladas verbales que la imposibilitan prácticamente, laminará a la larga el bloque social multiforme que apoya al, nacionalismo moderado: habrá deserciones, más de segmentos de electorado que de dirigentes políticos, y quizá desestabilización. Lanzarse decididamente a esa apuesta española exige renunciar al componente defensivo y esencialista, y a la retórica radical, para obtener la credibilidad de que no se defienden particularismos incompatibles con una coherente política global.
Éste es el trasfondo político del pulso Pujol-Roca. Pero hay también un aderezo personal. Para mejor comprensión, acudamos a la historia. En 1917, cuando tras la Asamblea de Parlamentarios la Lliga fue llamada a formar parte del Gobierno de España, Francesc Cambó designó a Joan Ventosa para Hacienda-Años después describió en sus Memòries la dificultad de querer influir en un Gobierno a través de "tercera persona": "Si esta persona no tiene un valor propio, su intervención será ineficaz, y si se trata de un valor positivo", como afirmaba de su amigo Ventosa, "mis indicaciones, que le parecían un intento de tutela, le molestaban". Hace tiempo que Pujol parece haber descartado íntimamente la eventualidad de participar personalmente en el Gobierno. Y, pues, está ahora en la tesitura de la tercera persona: preparar a alguien sin "valor propio", y, por tanto, ineficaz, o refrendar a un político valioso, que por lo mismo no admite excesivas tutelas. Un mal trago que a lo peor se dilucida con la simple eliminación política del copiloto que pensaba por su cuenta.
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