Un rincón de Burgos
Decir que Burgos es una de las ciudades más bellas de España no supone ninguna novedad. Ahora bien, el que pasa por Burgos lo hace, comúnmente, en una visita fugaz, atenida a las guías turísticas: repaso rápido de los grandes monumentos -la catedral, la cartuja, las, Huelgas, San Nicolás- y, quizás, un almuerzo en el mesón de] Cid. Repaso gratificante, pero no suficiente. Para conocer una ciudad es necesario saborearla en todo su conjunto: núcleo antiguo, ensanche moderno, urbanización actual, hábitos y modos de vida de sus gentes, centro de reunión y de expansión de sus distintos estratos sociales... Hace falta vivir en ellas durante cierto tiempo, incorporarse a su ritmo vital.Yo descubrí Burgos como ciudad ideal para el descanso veraniego hace muy pocos años. Luego he repetido la experiencia, porque Burgos lo reúne todo -para quien no conciba como única meta estival posible la playa-: monumentalidad antigua y comodidad moderna, temperatura deliciosa en el mes de agosto, ensanche modernísimo y espléndidos paseos.
La imagen estética que prevalece en Burgos -sobreponiéndose a la perenne huella del Cidresponde a un momento histórico en el que la gran ciudad castellana, entre la costa cántabra y vasca y el emporio de Medina del Campo, se convirtió en encrucijada esencial del tráfico mercantil de Castilla con los países nórdicos -basado en la exportación lanera a los centros industriales de Flandes e Inglaterra- Esa imagen estética toma cuerpo en la exquisitez decadente del gótico florido, en la presencia múltiple del arte flamenco -según Memling y la escuela de Brujas, esencial para entender a Gil de Siloe, sobre todo en el maravilloso tríptico de Covarrubias-, y se injerta luego en el robusto tronco del Renacimiento italiano para florecer en el peculiar plateresco que esplende en la calada bóveda del crucero catedralicio.
(Alguna vez he subrayado la estupidez de esos neonazaríes que en nuestros días lamentan el naufragio de la cultura granadina, arrasada, según ellos, a fines del siglo XV por la supuesta barbarie castellana. Asombrosa barbarie, capaz de dar a luz las maravillosas esculturas de la cartuja de Miraflores y del retablo de San Nicolás, mientras se imprimía -por cierto, en edificio frontero a la catedral burgalesa- cierta invención literaria titulada Tragicomedia de Calixto y Melibea).
Pero Burgos no es una ciudad-museo parada en el tiempo. Florece en nuestros días, con empuje robusto, en su magnífico ensanche -que ha llegado a englobar, al extremo de la espléndida calle de Vitoria, el antiguo pueblecito de Gamonal, convertido ahora en foco de actividad industrial- Y da, por otra parte, ejemplo de civilidad (que ya quisiéramos para Madrid) en la cuidadosa conservación de sus hermosos paseos: desde el amplísimo, campestre, de la Quinta -que conduce a la cartuja- a los que bordean la ciudad vieja, a uno y otro lado del río Arlanzón, especialmente los de la orilla derecha: Espolón, Generalísimo, Isla, Fuentecilla... Deambular por ellos en las primeras horas de las mañanas de agosto es una delicia. Posiblemente no hay en España salón-jardín como el Espolón; ni jardín botánico -porque eso viene a ser en realidad como el paseo de la Isla: verdadero museo de plantas variadísimas, avaladas por alguna muestra arquitectónica de otros tiempos y pautadas por espléndidos macizos de rosas.
Pero la Isla tiene un contrapunto sombrío: ese rincón al que me refiero en el título que encabeza estas cuartillas. Y Burgos jugó su último papel importante durante nuestra guerra incivil. Fue capital del "nuevo Estado" que se pretendía cauce hacia un horizonte histórico, cuyos antecedentes directos -saltando a ciegas sobre siglos enteros- se pretendía fijar en la época imperial: época vista con escasa perspectiva real, seleccionando en ella sólo cuanto convenía para justificar un presente anegado en sangre de hermanos y un futuro basado en la exclusión de media España. Tan equívoco como la interpretación del gran símbolo -el yugo y las flechas- era el programa de la presunta restauración imperial. Pero Burgos, verdadera imagen pétrea de la España profunda, ha quedado marcada fuertemente por las huellas del remedo que quiso ser el franquismo: desde el repertorio callejero -Generalísimo, Doctor Albiñana, 18 de Julio, General Yagüe... y un largo etcétera- a las orgullosas lápidas del palacio de Capitanía (palacio que es, por sí solo, remedo decimonónico de los grandes testimonios arquitectónicos del gran siglo).
El rincón al que yo aludo evoca, más que otro punto alguno, para el viandante con un bagaje mínimo de información, lo que fue el horror de nuestra guerra civil en su peor aspecto. Es el palacete de Muguiro: un edificio muy fin de siècle, de encantadora apariencia y rodeado por risueños jardines. Actualmente se alberga en él la central de la policía burgalesa -desde que un coche bomba destrozó, en 1990, las modernas instalaciones de ésta en la calle General Vigón- En mis paseos cotidianos por la Isla se me ensombrecía el ánimo al pasar frente al edificio, de perfil vagamente británico, donde tuvo su residencia el generalísimo en aquellos días de la guerra que él entendió como cruzada. Y era en, este jardín, en las plácidas sobremesas del matrimonio Franco durante el verano de 1937, donde el caudillo decidía, con sobrecogedora frialdad, sobre la suerte -la muerte o la vida- de quienes habían sido sus compañeros de armas en el Ejército y que, junto a él, habían luchado en las cruentas y románticas campañas de Marruecos.
No sé si, con motivo del centenario de su nacimiento -subrayado con ciclos de conferencias y cursos universitarios, exponentes en sí mismos de la libertad democrática vigente hoy en nuestro país-, una lápida más vendrá a ilustrar esa página cruel -pero muy real- de nuestra historia reciente, que yo quisiera ver sumida como un pasado definitivamente muerto: sin virtualidad hacia el futuro. Pero, con o sin lápida, el jardín de Muguiro materializa, para mí, el perfil moral de un hombre convencido de encarnar la Providencia y, en consecuencia, exento de toda responsabilidad ante los otros mortales. Sin la menor piedad hacia aquellos cuya suerte se le confiaba -jefes y oficiales condenados a la última pena-, Franco dudaba sólo segundos, entre dos sorbos de café, para decidir el fusilamiento: sin más motivo, en la mayoría de los casos, que la lealtad del condenado a las instituciones que un día juró defender. Con un argumento, afiadido a veces, de espantosa lógica: cuando se producía una intercesión para el intercambio de personalidades -cautivos de la zona republicana por presos políticos de la llamada zona nacional-, lo que decidía en contra era, presisamente, la capacidad y valía de estos últimos. "No quiero militares de mérito en la zona roja -, aducía el omnipotente general; no había, en tal caso, intercambio, sino eliminación.
La historia de las naciones está jalonada por altos y bajos; por páginas de gloria y páginas de horror. Es precisamente ese contraste lo que resume su realidad profunda, ésa que toma cuerpo ante nosotros en los mudos testimonios del pasado. Asumirla sin esclavizarse a ella -sin intentar remedos imposibles y deduciendo lo que no debe repetirse- es lo que da valor, como base constructiva para el futuro, a su permanente mensaje. Yo he visto en Núremberg, junto al ruinoso estadio de las grandes concentraciones hitlerianas, una peregrinación de neonazis: estremecía imaginar que pudiera volverse a los caminos que nunca debieron ser recorridos. Por fortuna, el palacio y jardín de Muguiro, asimilados, vulgarizados como una prosaica pieza administrativa del Burgos actual, han perdido su estímulo simbólico para los jóvenes de la milenaria ciudad, que prefieren mirar hacia otros horizontes ajenos al espíritu que impregna aquel rincón de Burgos.
Ello, ya de por sí, constituye una garantía de madurez y plenitud muy acordes con la monumentalidad real de la caput Castellae.
Carlos Seco Serrano es miembro de la Real Academia de la Historia.
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