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Tener o no tener

Enrique Gil Calvo

Existen indicios que sugieren un cambio de actitud sobre el aborto entre la opinión pública. El ejemplo más llamativo fue el irlandés, donde una población mayoritariamente antiabortista se sensibilizó ante el caso de la adolescente violada a la que se prohibió viajar a Londres. Y también la reciente campana electoral norteamericana ha ofrecido muestras de comprensión por parte de los líderes antiabortistas, obligados a reconocer que, llegado el caso, dejarían en libertad a sus hijas para que asumieran su propia responsabilidad. ¿Sería mucho esperar que, también entre nosotros, la discusión del proyecto de reforma del Código Penal sirva para producir cambios en la opinión pública?Puede comenzarse por plantear el dilema moral a partir de los términos de Setién, para quien aborto y terrorismo resultan comparables. El obispo yerra por tres razones al menos. Primero, el terrorista mata a un individuo libre e indepediente (no a un inocente, pues matar culpables es tan ilegal como matar inocentes), y la abortista, no (sólo destruye algo que está vivo, pero que no es un ser vivo). Segundo, el terrorista destruye o perjudica un bien público (la democracia y el ordenamiento jurídico), mientras que la abortista no. Y, tercero, el terrorista atenta contra la igualdad de oportunidades de elección política (al actuar con competencia desleal, pues sus adversarios no pueden recaudar votos mediante el prestigiQ que se gana matando con impunidad), y la abortista, no. Pero acierta el obispo cuando plantea la cuestión no como un mero peritaje técnico, sino como un dilema moral. Por eso erró por entero el ministro de Justicia cuando le respondió alegando el consenso mayoritario como justificación. El Código Penal no puede depender de la opinión pública porque bien pudiera darse la situación opuesta: que una mayoría de vascos (o de irlandeses fanáticos) rechazase el aborto y sin embargo aprobase el asesinato político. El homicidio debe ser ilegal aunque lo acepte la opinión pública (como sucede con la pena de muerte o con la muerte al extranjero); pero el aborto no es un homicidio. Y si la opinión mayoritaria no puede legalizar lo que objetivamente es ilegal (como matar), tampoco lo puede hacer la práctica generalizada" si fuese este el caso, entonces habría que legalizar la corrupción, el soborno y el fraude fiscal (mayoritariamente practicados, pero necesariamente ilegales). ¿Es que el ministro propone que hagamos con el aborto lo mismo, aceptar con pragmatismo que se consienta extraoficialmente lo que continúa legalmente prohibido?

De hecho, parece que ésta es la solución diseñada por la reforma del Código Penal para resolver la cuestión del aborto: la de proponer que siga oficialmente prohibido, pero clandestinamente consentido. Y ya sabemos, desde Merton, que estas ambivalencias morales pueden ser muy funcionales en la práctica, como sostiene la escuela realista del cinismo político. Pero también debemos ser conscientes, con Merton, de sus consecuencias indeseadas y de sus inevitables efectos contraproducentes y perversos. Y es que delegar en un comité de expertos la responsabilidad de decidir si una embarazada puede abortar o no implica irresponsabilizar a ésta por entero, convirtiéndola, en consecuencia, en una especie de menor de edad incapaz de autocontrol, y de aquí a invitar a las mujeres a que se embaracen irresponsablemente, pues ya los expertos se encargarán de ellas después, medicalizándolas, no hay más que un paso, al que muchas se dejarán empujar.

Un embarazo no es como una apendicitis o una depresión endógena, que te surgen sin querer y los médicos te las quitan sin que tú tengas que tomar decisión alguna; sino que, tanto el embarazarse como el dejar de estarlo, suponen la previa adopción de una decisión responsable, personalmente intransferible. Es más, habría que obligar a las mujeres a que asumieran esa responsabilidad, si es que ellas pretendían rehuirla y delegarla, o consintiesen que se la expropiaran. Los niños no caen del cielo, y tenerlos o no exige una elección personal que plantea un dilema moral. Hay que ser bien conscientes de cuáles son las alternativas, asumiendo tanto los costes humanos de tenerlos (soportables si se poseen suficientes recursos materiales y morales) como de no tenerlos (pues abortar, efectivamente, supone un coste real: la pérdida y destrucción de una realidad humana potencialmente viable). Por tanto, no da lo mismo tenerlo que no tenerlo. ¿Quién asume la responsabilidad de tenerlo? ¿Y quién asume la responsabilidad de no tenerlo, pagando de su propio bolsillo el coste que supone perderlo?

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Al igual que todos los actos judiciales deben ser apelables, también se debe poder recurrir contra el hecho de embarazarse. Pero, ¿es legítimo adoptar la decisión de no tener el hijo? Si no es legítimo, no hay dilema moral alguno, ni, por tanto, responsabilidad que asumir ni decisión que tomar. Pero si es legítimo, entonces se produce el drama: ¿qué hacer, tenerlo o no tenerlo? Sostengo que sí es legítimo, aun a sabiendas de que hay daño, perjuicio, pérdida y destrucción de virtualidad humana (no sólo la realidad virtual del niño potencial sino la realidad virtual de las relaciones potenciales que la madre podría llegar a tener con su hijo y a través de su hijo). Y es legítimo bajo dos condiciones: que sea en defensa propia (estado de necesidad, legítima defensa, o cualquier otra análoga figura jurídica) y que haya reparación del daño causado (en forma de compensación al padre, prestación sustitutoria de servicios, reprensión privada o cualquier fórmula legal semejante). Ambas condiciones dependen de la comparación de dos realidades igualmente virtuales: lo que podría ganarse y perderse si el hijo se tiene y lo que podría ganarse y perderse si el hijo no se tiene; y cuando esta comparación arroja un saldo neto negativo (es decir, cuando es más lo que se perdería que lo que se ganaría teniendo el hijo), entonces resulta legítimo decidir no tenerle (aunque pagando un precio capaz de resarcir la ganancia virtual que se haya sacrificado), en legítima defensa de la realidad virtual que se perdería sin remedio en caso de tenerlo. Pero esa decisión sólo la madre la puede tomar, ya que sólo ella puede juzgar ese saldo virtual.

¿Cómo podrían articularse en la, práctica los procedimientos? La mejor metáfora es la del matrimonio y el divorcio: al igual. que no se puede obligar a nadie a convivir con alguien en contra de su voluntad (como ha puesto de manifiesto la reciente sentencia norteamericana que legitimó el que un hijo se divorciase: de su madre), también se puede aceptar la misma declaración de libre voluntad, decidiendo o rechazando tener ese hijo. Se trataría de presentarse ante un juez de familia, o un juez de paz, para declararle ante testigos la voluntad de tener ("¡sí, quiero!") o no tener ("¡no, no quiero!") el hijo. Y, simultáneamente, el juez de paz debería actuar de ombudsman del feto, defendiendo sus derechos virtuales y practicando la necesaria mediación arbitral respecto a las demás partes interesadas potencialmente afectadas (el padre corresponsable del embarazo, y los otros familiares consanguíneos directos). Así, inscribiendo la declaración dentro de una genérica obligación de asumir o rechazar públicamente el propio embarazo, se evitaría la negatividad unilateral de expresar el deseo de abortar (algo en sí mismo objetivamente indeseable). Y, de paso, se obligaría a las mujeres a cargar en exclusiva con todo el peso de la responsabilidad de decidir tener hijos o decidir no tenerlos.

es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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