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Más allá de Antonio Machado

Concluye el autor del artículo sus reflexiones sobre la vida y la literatura, distinguiendo entre la capacidad de ver y la de mirar, entre el 'yo' y 'el otro'. Considera que la vida humana no puede ser reducida a la dicotomía de dos situaciones tajantemente opuestas entre sí. Resulta ineludible, a su juicio, el empleo del adverbio 'preponderantemente' pues nada hay en ella, en la realidad concreta de la vida humana, que sea absolutamente malo ni, tampoco, absolutamente bueno.

Cien veces, ha sido repetida la soleá -o la sentencia- con que Antonio Machado definió el ejercicio humano de la visión: "Él ojo que ves no, es / ojo porque tú lo veas; / es ojo porque te veVerdad dicen esos versos, sin duda. Si el ojo que veo no me viera -o no pudiese verme-, no sería para mí ojo viviente, no pasaría de ser la parte oftálmica de un cadáver o un artefacto de figura ocular. Pero esos versos, ¿dicen toda la verdad? Un novelista y un filósofo nos permitirán avanzar hacia la respuesta.

El novelista es Miguel Delibes. Explicando lo que para él -para un personaje de ficción en el que transfunde buena parte de su vida- es la contemplación de una claraboya, escribe: "Todo lo que conforma mi vida actual se recorta cada mañana en el tragaluz. Lo miro todo, lo veo todo. Soy como Dios. La claraboya ya es otra cosa. Es ella la que me mira a mí". Naturalmente, el novelista sabe muy bien que la claraboya no le ve, más aún, que no puede verle; él no es un enfermo mental, y como hombre mental mente sano piensa y actúa; pero, sin perjuicio ni mengua de su cordura, vive la realidad inerte de la claraboya como si fuese un ojo que le está mirando. El mecanismo psicológico de la metáfora, dar lúcidamente a una cosa el nombre de otra -"mar sin fondo" por "vida verdadera", en un soneto de Unamuno- se con densa y extrema en esa significa tiva experiencia delibesiana de la claraboya. Primera conclusión: más allá de la realidad objetiva de las cosas, un objeto que en sí mismo no es ojo puede ser vivido como "algo que me está mirando"

El ojo y la ndradaMas no sólo, por la vía de la metáfora; también mediante la interpretación no metafórica de una-percepción normal del mundo en tomo. Aunque insuficiente, y en consecuencia penúltimo, así lo mostró el análisis sartrianodel encuentro con "el otro". Sartre, como Unamuno con La esfinge, establece una sutil distinción entre el ojo y, la mirada. La mirada, el hecho de sentirme mirado, puede no ser la consecuencia dé la percepción de un ojo que me ve. Desde su puesto de vigilancia en el frente, un soldado advierte que en la masa de arbustos que tiene ante sí hay uno cuyo follaje se mueve de. modo sospechoso. ¿Será porque, hay un soldado enemigo dentro de él? Basta esta sospecha, y más si el movimiento del arbusto se repite, para sentirse observado por un hombre a quien no ve ese movimiento se ha convertido para él en "mirada". ¿Mirada que le roba su mundo y compite con su libertad, como temáticamente afirma Sartre? En ese caso y en otros a él semejantes, sí, mas no siempre. Si el movimiento del arbusto fuese la señal con que la amada dice al amante en acecho «puedes venir", ¿sería para éste robo de su mundo y reto a su libertad? Ampliando a toda suerte de posibilidades la que acabo de exponer, esta copleja se me ocurre contraponer a la no concluyente soleá de Antonio Machado: "Cuando la lira es un hombre, / mil cuerdas tiene la lira; / el arbusto que estás viendo / es un ojo que te mira".

En cualquier caso, la definitiva respuesta al problema nos la da, quién lo dijera, no una alquitarada copla andaluza, sino la ingenua copla aragonesa que una erudita recopilación de ellas' puso hace tiempo ante mis ojos. He aquí su letra: "Mucho quiero a tus ojicos, / mucho a tus ojicos quiero, / pero más quiero a los míos, / porque con ellos te veo".

Forma y función

Analicemos brevemente la situa ción del para mí anónimo autor de esa copla. Quiere ver y está viendo unos ojos, los de su amada, que son ojos por las dos com plementarias razones en cuya virtud un ojo adquiere su plena realidad: tener figura de ojo (ser ojo porque como tal ojo se le está viendo) y ser capaz de mirarle (mostrar que efectivamente se comporta como ojo humano).

Forma y función se aúnan esen cialmente en la realidad que apa rece ante ese hombre, diría un biólogo. Por añadidura, y en ello consiste la guinda sentimental en la experiencia que imaginó el co plero, esos ojos que tomo tales ojos ve ejercitan su función mi rándole amorosamente.

Este rápido análisis transmachadiano y transartriano de la experiencia de ver, fundidos entre sí, un ojo y una mirada, conduce inmediatamente a la siguiente conclusión dilemática. Viendo la mirada de otro hombre y pensando -a la postre, creyendo- que en ella hay voluntad de objetivación, intuición de convertirme en puro objeto, vivo la enojosa experiencia de sentir que me roban mi mundo y que otra libertad, la del hombre que me mira, está compitiendo con la mía. Viendo esa mirada y pensando -a la postre, creyendo- que en ella hay voluntad de compañía o, a mayor abundamiento, voluntad de oblación, me siento en cierta medid completado, vivo la grata aventura de poseer diádicamente el mundo que a mí y al otro nos rodea, y siento que mi libertad y la suya logran por un momento gratísima meta.

Metódica y unilateralmente movido por la primera de esas dos posibilidades -real y frecuente, pero penúltima-, Sartre dio rotunda conclusión a su minidrama A puerta cerrada con una sentencia que ha dado la vuelta al mundo: l´enfer c´est les Autres. Y si nuestro pensamiento es dilemático, como a modo de hipótesis acabo de apuntar, acaso nos sintamos movidos a pensar que el segundo de esos dos, contrapuestos modos de sentir la mirada de otro hombre debe conducimos a una sentencia directamente antitética de la sartriana: le ciel c'est les Autres; al menos, en tal caso. Frente a una sentencia radicalmente amarga, otra sentencia radicalmente edulcorada.

Pero la vida humana no puede ser reducida a la dicotomía de dos situaciones tajantemente opuestas entre sí y mentalmente abstraídas de la cambiante y tornasolada realidad a que pertenecen. Como tantas veces he dicho, en la descripción de la vida humana es ineludible el empleo del adverbio "preponderantemente". Nada hay en ella, en su realidad concreta, que sea absolutamente malo. Con predominio mayor de uno y otro extremo, todo en ella puede ser y es o preponderantemente bueno, o preponderantemente malo. Ni hay actos enteramente satánicos, ni, como enseñó Cervantes, libros enteramente malos.

Soledad y compañía

Supuesto lo cual, ¿qué cabe decir de los ojos que en sí mismos son tales ojos y que por serlo nos mi ran? Más precisamente: ¿qué son los otros? ¿Son infierno o son cielo? No. Son una mezclada e indecisa posibilidad de infierno, un infierno no absoluto, y de cie lo, un cielo no total, que con nuestra respectiva y recíproca conducta ellos y yo podemos celificar o infernar. En alguna me dida podemos calificarla, ser para los otros un trocito de cielo, cuando nuestra conducta para con ellos es amor, entrega y sa crificio; y en alguna medida po demos infernarla, hacer de ella un pedacito de infierno, cuando nuestra conducta es para con ellos cruel, desabrida o simple mente gravativa. Simplemente gravativa es en tantas ocasiones; cuando el otro o yo, cada uno por nuestra parte, seamos uno para el otro eso que los españoles solemos llamar "un pelina"; al guien que nos quita soledad y no nos da compañia. Elegante y certeramente ha dicho Julián Marías que una persona humana es "alguien corporal". Me atrevo a radicalizar ese aserto y a ver la persona humana como "un cuerpo que es alguien". Un cuerpo que cuando me ve y me mira me obliga a ir más allá de lo que acerca de la mirada del hombre han dicho Antonio Machado y Jean-Paul Sartre, y me hace descubrir el fundamento antropológico de una encantadora copla aragonesa.

es miembro de la Real Academia Española.

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