El director argentino Adolfo Aristarain roza la perfección en 'Un lugar en el mundo'
El filme es la historia de la derrota de una generación que quiso mejorar la sociedad
El cineasta argentino Adolfo Aristarain es conocido en España por sus trabajos en la serie Carvalho. Inspirada en el personaje creado por Manuel Vázquez Montalbán y producida hace unos años por TVE, es probablemente lo peor de su obra. Sus dos grandes películas Los últimos días de la víctima y Tiempo de revancha fueron miserablemente, exhibidas aquí y pasaron por ello casi desapercibidas. El casi total monopolio que las distribuidoras del cine de Hollywood ejercen sobre las pantallas españolas las aplastó de manera indecente, pues son dos obras tensas y hermosas. Esperemos que no ocurra lo mismo con esta Un lugar en el mundo, su última y mejor película, que roza la perfección y que ayer sacó del atolladero a este festival.
La película argentina Un lugar en el mundo puede -ya lo hizo ayer- reducir al silencio el bombardeo habitual de directores comunes y corrientes disfrazados de autores cinematográficos, que hoy adquieren proporciones epidémicas. La fórmula -un artilugio comercial del falso cine independiente-, "un filme de...", y luego el nombre del sonoro e hinchado mediocre de turno, hace estragos, confunde, embarulla y degrada la luminosa verdad de este arte de creación colectiva y hermosamente solidaria.Pero esta fórmula aplicada a la película de Adolfo Aristarain Un lugar en el mundo, se llena de sentido, pues su nombre aglutina al de todo el formidable trabajo colectivo convergente que hay detrás de él. Es lo que ocurría antaño con las películas de los verdaderos autores de cine: Ford y Hawks, por sólo aludir a dos maestros del argentino; y sigue ocurriendo con Yimou y Sautet. Como en la obra de éstos, la mirada de Aristarain -abarca y hace monolítica la riquísima variedad de creaciones que ordena y racionaliza. En su nombre se funde, se hace piña, un equipo sin fisuras de creadores, de artistas genuinos. Aristarain significa: todos. Eso es autoría, y no la pamema habitual.
Ficción pura
Un lugar en el mundo es una ficción pura que nos orienta hacia la verdad de lo que les pasa a infinidad de gentes de ahora y de cualquier parte con la precisión de un documento y la penetración de un poema. Es un relato conmovedor sobre la historia de una derrota de proporciones gigantescas -la que hoy padecen todos nuestros contemporáneos que quisieron mejorar él mundo- y sobre la semilla de victoria moral que palpita bajo esa su derrota. Le basta a la película poner en marcha a una docena de personajes de formidable veracidad para que, de los complejos entretejidos de sus relaciones recíprocas, quienes asistimos a sus vidas deduzcamos algunas estrofas del poema que se esconde en el prosaísmo de nuestras propias vidas.
La pantalla se llena de imágenes capaces de representar amistad, lealtad, amor, ternura, dignidad, dolor, sacrificio, alegría y las pequeñas verdades cordiales que pueblan la vida de la gente común, sobre todo cuando se ven atrapadas por una empresa no común, descomunal. No es por ello gente de una sola cara, ni capturable con un solo brochazo. Es también gente rencorosa, doble, esquinada. Están vivos y la vida les duele y les huele. Sobreviven, como todos, y esto les hace capaces de crueldad y de elegía: son materia de tragedia y de canción. Están escondidos y al mismo tiempo, abiertos.
Como en las películas de John Ford y, en menor medida, de Howard Hawks, son personas que se mueven a través de una intensa convergencia entre sus convicciones y sus sentimientos. Se relacionan, como todos, mediante un diluvio de palabras que, a su vez, esconde un diluvio de silencios: es mucho más lo que no se dicen que lo que largan. Y la maestría de Aristarain hay que buscarla ahí, en su apasionante capacidad -la película está, rodada con precisión absoluta para desvelar con su cámara la elocuencia de esos silencios.
Es una obra sobre seres humanos y, por tanto, de las que asumen la primacía del intérprete en la jerarquía de la pirámide creadora de un filme verdaderamente adulto. La convicción y la capacidad de contagio -entre sí y respecto de sus espectadores- que alcanzan Federico Luppi, José Sacristán, Cecilia Roth, Leonor Benedetto, Rodolfo Ranni, Hugo Arana y el resto del largo reparto, perfectamente homogeneizado por Aristarain, deja detrás de los ojos el rastro inconfundible del cine de siempre, del único realmente moderno, ése que, para orientarnos, convierte a Lirios rotos, de David Griffith y Ju Dou, de Zhang Y¡mou, en dos capítulos separados por ocho décadas de una misma historia. Ya no se ve apenas cine como el que hay dentro de Un lugar en el mundo. Y esa su escasez acentúa su valor y su emoción.
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