Somalia
Somalia no es un país. Es una idea. Es uno de esos infiernos terrestres habitado por fantasmas, como el hambre y la violencia, en donde esqueletos de piel negra se retuercen entre estertores agónicos. Su voz es un lamento sin fuerza porque sólo la oye la conciencia, eso que perdió Occidente hace siglos a través del orgullo y la codicia. Es muy difícil entender la idea de Somalia sin haber sentido el fétido aliento de la muerte por hambre, sin ver personas en esos despojos que flotan descalzos entre telas, siempre con un niño en brazos cuya mirada apuñala una y otra vez la sensibilidad más elemental.Este año morirán millones de personas en Somalia. Seres desesperados a quienes sorprenderá la muerte con los brazos alzados y la mirada perdida en el norte, esperando un milagro en forma de ayuda humanitaria que no llegará a casi nadie. Nunca les invadirá la desesperanza porque para ello hay que vivir, y, su existencia se reduce sólo a sobrevivir en unas condiciones de inconcebible y extrema dureza; pero sobre todo no les invadirá la desesperanza porque no nos conocen. No saben que nosotros desayunamos impasiblemente con el horror amparados en la fuerza y la distancia.
¿Y dónde está el origen de esta falta de solidaridad? ¿Por qué no vemos personas en estos seres que se retuercen bajo el sol? Para mí la respuesta es bien simple: la sociedad occidental está edificada sobre unas ideologías que degeneran al hombre material, intelectual y moralmente. Aceptamos un sistema que nuestra conciencia rechaza porque buscamos integrarnos en la sociedad antes de conocer su verdadera naturaleza. El capitalismo triunfal e imperialista que mascamos, cuya base es el egoísmo individual, se traduce en un egoísmo superlativo que trasciende lo social para hacerse internacional. Y el afán de consumo, primogénito del anterior, nos lleva a consumir sin que toda esa razón que nos empapa nos descubra que al consumir por encima de nuestras necesidades, damos lugar a Somalia.
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