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Tribuna:30 AÑOS DE LA MUERTE DE MARILYN MONROE
Tribuna
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La diosa rubia

Murió hace 30 años, en otra era, una era que se cerraría con el asesinato de un presidente. Tendría 66 años si viviera. Murió en la cima de su juventud y belleza, lo cual conviene a su mito, aunque no a ella. Al parecer, quería morir, aunque probablemente no en ese momento. La impresión - es que no se quitó la vida. La mató la Mafia, o the Mob, como llaman los norteamericanos a esa venerable institución. Mantenía una intensa relación amorosa con el presidente y su hermano, el fiscal general. La Mafia los odiaba, puesto que se habían embarcado en una campaña de purificación de Estados Unidos, y planeaba eliminarles a los dos con la eliminación de su diosa del sexo como ejercicio de calentamiento. Hay un toque ático en la historia: la caída de la casa de los Kennedy, como la de Atreo. Pero Afrodita, la diosa, es imposible de matar. Marilyn sigue siendo uno de nuestros principales ídolos. La Maña, que surgió en una isla clásica, debería ser consciente de la tragedia griega implícita en todo el drama, pero tiene cosas más importantes que hacer, como acabar con los jueces italianos incorruptibles.Pensemos en Marilyn fuera del contexto político. Fue una de las diosas rubias de la pantalla de plata. Sólo había dos; la otra era Jean Harlow. Hollywood creó muchas estrellas de gran atractivo sexual, desde las hermanas Gish y Mae Marsh en adelante, pero el atributo de divina ha estado siempre enormemente restringido. Joan Crawfod y Bette Davis fueron grandes estrellas, pero conquistaban por agresión melodramática; les faltaba la complacencia, cualidad vulnerable que los hombres consideran esencialmente femenina. Y no eran rubias. Joan Crawfod tení unas elocuentes cejas negras, y el cabello de Bette Davis no era precisamente memorable. En las cromatologías del cine estadounidense es necesario ser rubia para ser divina. Hedy Lamarr se acercó mucho, pero tenía el pelo oscuro y era extranjera. Lo extranjero preocupa a los cinéfilos estadounidenses, que son en su mayoría extranjeros. Marlene Dietrich era suficientemente rubia, pero su condición de alemana y su ambigüedad sexual resul taban profundamente perturbadoras. Norteamérica quería una diosa rubia nacida en suelo noreamericano. Hay muchas actrices rubias válidas desde el punto de vista étnico; pero se parecen demasiado a la hermana de uno o a la chica de al lado. Jean Harlow y Marilyn eran diferentes.

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Un metal raro

El oro es un metal raro, y, el oro de una melena rubia, a pesar de que se puede conseguir fácilmente de una botella, es raro también. Casi todas las mujeres del mundo tienen el pelo negro como el azabache: es el principal estandarte femenino del tercer mundo, que ahora es el segundo. El pelo rubio es una bendición del norte, y en el caso de los hombres se asocia a las aspiraciones nazis. El teutón rubio se parece a las ovejas. Y a los bueyes en la fortaleza y la estupidez. Alrededor de las mujeres rubias se desarrolló una ficción mitológica en el siglo XIX, cuyo mejor ejemplo lo encontramos en la novela de Madame Staël Corinne. Corinne es una morena con un asombroso talento dramático; pero pierde a su hombre por culpa de una rubia cuyo único talento es el de la seducción. La seducción en sí es inintencionada: los hombres se enamoran de las mujeres rubias por su aspecto infantil, desvalido: necesitan la protección del hogar. En The Mill on the Floss, de George Elliot, Maggie Tulliver, la heroína de cabellos oscuros, tiene que enfrentarse con una sosa muñeca rubia que le roba su hombre. Lucie Manette, la protagonista rubia de Historia de dos ciudades, de Dickens, es también una muñeca, pero su cabello claro representa una limpieza fría y asexual que resulta muy atractiva a los hombres que viven en un mundo sucio. La esposa de D. H. Lawrence, Frieda, es una baronesa alemana rubia, pero demostró que el mito de la limpieza rubia es falso. La morena mujer de Aldous HuxIey, María, se sorprendió ante la suciedad de los arreglos domésticos de Frieda: daba por hecho que las rubias eran limpias.

El título de la novela de Anita Loos es una rotunda afirmación norteamericana: Los caballeros las prefieren rubias. En la película, Marilyn interpretó a Lorelei, la heroína rubia y estúpida, pero no tanto como para no darse cuenta que los diamantes son los mejores amigos de una chica. Anita Loos continuó con Pero se casan con las morenas. La rubia norteamericana quedó firmemente establecida en la literatura a partir de 1920. Las rubias cinemáticas necesitaban hablar, así que vinieron después. El encanto de Jean Harlow (cuyo cabello se denominó platino) era una propiedad muy norteamericana. Interpretó papeles de extracción social baja: la rubia patriarca nunca ha sido un concepto estadounidense. En sus papeles había un filo de vulgaridad, y esto la hacía parecer accesible. La madre de Frieda Lawrence, que era baronesa, le dijo a su hija que casándose con el hijo de un minero del carbón, se había reducido a sí misma a una kellnerin, lo que los británicos llaman una moza de taberna. Es precisamente la accesibilidad de tabernera de Jean Harlow lo que la hacía atractiva: su cuerpo era voluptuoso y vulnerable, y la vulnerabilidad de su alma quedaba simbolizada en el cabello de una muñeca. Las muñecas han sido por lo general rubias. Es inconcebible una Barbie, invento norte americano, con el pelo de Sofía Loren.

Marilyn Monroe sucedió a Jean Harlow, pero el mito de su vida fue por lo menos tan irresistible como sus encarnaciones en la pantalla. Vivía en un mundo mayor que el de Jean Harlow. Se casó con Joe di Maggio, una estrella del béisbol de enorme popularidad. Se casó también con Arthur Miller, gran intelectual judío y el más destacado dramaturgo de su época. Y, naturalmente, encontró sus amantes entre los círculos más elevados del Estado. Pero su persona era ante todo la de la arquetípica rubia tonta que resulta tener unos dones natos que le permiten perdurar. La vulnerabilidad es, una vez más, la nota dominante. En la película Cómo casarse con un millonario, Marilyn interpretaba a una muchacha tremendamente miope: sin gafas, se daba con las paredes. Esta imagen le hacía parecer cómica, pero no de forma que diera lástima. Su elegancia, el corte de sus vestidos y de su cuerpo, por encima de los mensajes que enviaba, conspiraban para provocar una risa que ella controlaba.

Una ráfaga de aire

En la película de Billy Wilder Con faldas y a lo loco, la vulnerabilidad seguía ahí, pero no era probable que Marilyn saliera herida. Estaba dispuesta a intentar prosperar por todos los medios: su idea de belleza masculina consistía en unos ojos de mediana edad echando un vistazo a las columnas de The Wall Street Journal. Era graciosa, pero su gracia parecía la concesión de un ángel de la guarda, no natural. Y, por supuesto, cantaba bien, con el más seductor lenguaje corporal. Ese cuerpo era un don divino y no perdió sus exquisitas líneas cuando ella se aficionó a las drogas y sólo comia porquerías. Arthur Miller, en su autobiografía, señaló que había hombres que se masturbaban a escondidas en su presencia. No mostraba ostentosamente su cuerpo, a la manera profesional de una modelo o una bailarina: lo mostraba, por así decirlo, distraídamente. Existe una famosa fotografía suya desnuda, pero nunca fue su desnudez total lo que atraía , en la realidad o en la fantasía. Bastaban las epifanías parciales, como en esa fascinante toma de su falda levantada por una corriente de aire procedente de una rejilla en La tentación vive arriba.

El hecho de que fuera una gran cómica debería empañar su glamour divino. Tenía una cualidad que aprendió de Mae West, la seductora rubia que se burlaba de la seducción, que se burlaba, de hecho, del sexo: esta era la insinuación de que su verdadero yo se encontraba fuera de su cuerpo, como si su cuerpo fuese una gloriosa encarnación, una imagen de una diosa arquetípica del amor. La verdad es que no hay nada más escalofriantemente seductor que esta combinación de terrible inocencia y terrible potencia sexual. Se mire como se mire, no estaba excesivamente interesada en el acto sexual. Nunca sedujo a ningún hombre para llevárselo a la cama y, una vez en la cama, encontraba escasa satisfacción. Semejantes revelaciones no afectan a su imagen en lo más mínimo.

Su imagen perdura, y ningún análisis podrá explicar adecuadamente la persistencia de su fuerza. Debería ser una imagen trágica, pero no lo es. Si Marilyn hubiera sido bella, habría podido darse una cualidad de alto patetismo griego; pero la tragedia no es una propiedad que combine bien con la simple hermosura. Porque, aunque su belleza de cuerpo era indudable, su rostro no tenía líneas clásicas. Tenía nariz respingona y poseía la jovialidad alegre, incluso descarada, que consideramos atributo de las chicas norteamericanas. Es un rostro vulgar, plebeyo: no podía proceder de Grecia o Italia. Era una cara norteamericana que rebosaba optimismo norteamericano. Pero, dado que Estados Unidos domina nuestra era, es apropiado que el principal ídolo sexual provenga de esa tierra prometida. Una promesa no cumplida, como Marilyn.

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