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Los detectives

Antonio Muñoz Molina

Hacia la mitad de los años setenta los detectives privados se vinieron a vivir a España. Igual que los viejos maestros del jazz habían emigrado a Europa unas décadas antes huyendo de la crueldad o de la indiferencia de América, Phillip Marlowe y Sam Spade se acogieron a la hospitalidad de fervorosos lectores españoles, y entre nosotros se volvieron respetables y obtuvieron descendencia. No es casual que el éxito de los detectives americanos en España coincidiera casi exactamente con la declinación de los entusiasmos políticos, ni que los lectores hastiados o desengañados de Althusser, de Marta Harnecker e incluso de Juan Goytisolo cambiaran sus libros por las novelas de Raymond Chandler y de Dashiell Hammett y llegasen a preferir en las filmotecas El halcón maltés al Acorazado Potemkin. Acaso el descrédito del heroísmo colectivo y el auge un poco miserable de la soledad indujeran a la búsqueda o a la invención de héroes solitarios que a pesar del desengaño supieran mantenerse incorruptibles.Había que ser, en la vida común, aproximadamente como Phillip Marlowe: queríamos imaginamos cínicos, aunque no sinvergüenzas, orgullosos sin jactancia, tranquilos, despiadados, sentimentales, y dado que en la mayor parte de los casos nuestro dudoso porvenir se correspondía con un pasado lamentable, nos habría convenido cambiar este último por el del beodo Rick de Casablanca: brigadistas internacionales, como mínimo, amantes de Ingrid Bergman en el París delos primeros días de la ocupación. Años antes de leer The Russia House intuíamos la triste verdad que enuncia John Le Carré en su primer página: que uno debe pensar como un héroe para comportarse simplemente con decencia.

Pasábamos, como Alonso Quijano, las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio leyendo las aventuras de los detectives privados, pero jamás vimos a ningún detective de la realidad. El menos irreal de todos era Pepe Carvalho, de quien se sabe que mató al presidente Kennedy y que encontró al asesino del secretario general del Partido Comunista de España, pero que año tras año se ha ido volviendo más comilón y más apático, de modo que ya, en vez de investigar misterios o crímenes, asiste tan desganadamente a su! propias peripecias como si leyera una novela que le aburre. Igual que don Quijote atribuía las maldades y los abusos del mundo al abandono de la profesión de la caballería andante, a veces nos daba por pensar que los enigmas más sórdidos de nuestra vida pública sólo podrían ser resueltos por la tenacidad y la audacia de un detective privado que no se dejara asustar ni corromper por nadie, y que al final, desbaratada la trama y nombrados los culpables, regresara solo y fatigado a su oficina sucia y se sirviera una copa esperando la llegada improbable de una rubia con gafas oscuras.

Pero los detectives de la literatura, que no encontraron el cadáver de El Nani ni esclarecieron el asesinato de los marqueses de Urquijo, han corrido la misma suerte que los caballeros andantes y los obreros virtuosos del realismo social. La moda de las novelas policiales se desvanece al mismo ritmo que la creencia en la simple dignidad individual y en los refugios íntimos, y para acabar definitivamente con ella se descubre ahora una noticia menor que aniquila toda posibilidad de atribuir rasgos novelescos al oficio de Phillip Marlowe y de Pepe Carvalho: un ayuntamiento contrata detectives privados no para que investiguen las hazañas siniestras de los especuladores o de los traficantes, sino para que espíen el trabajo cansino y las modestas argucias de los funcionarios municipales. No avanzan de noche por callejones en sombras con un revólver en la mano y desplegando los faldones blancos de sus gabardinas, no buscan a mujeres enigmáticas por los clubs nocturnos, no se juegan la vida golpeando en el vientre a los rufianes a sueldo de multimillonarios tenebrosos, siguen a un hombre digno y furtivo que abusa en cinco minutos de la media hora del café con leche matinal, ese café con leche siempre tibio que alimenta la melancolía de los funcionarios, entran en las oficinas mintiendo una solicitud y vigilan las conversaciones de una mecanógrafa, dilucidan el robo de una caja de grapas, de un sacapuntas, caminan tras los pasos de un ordenanza que se ha escapado para comprar un periódico deportivo. Y no saben, mientras se ocultan mezquinamente en un zaguán o redactan un informe, que sus actos, tal vez inútiles para la mejora de la administración, son más bien funestos para nuestra literatura: nos creíamos avocados al cosmopolitismo y a la novela negra, y ahora resulta que volvemos a la mugre triste del costumbrismo, y que Raymond Chandler nos sigue siendo mas ajeno que Larra y Galdós.

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