"Vamos a matarle a él y a su familia"
Agentes vinculados a la seguridad del Estado amenazan al corresponsal de EL PAÍS en Perú
La voz al otro lado de la línea telefónica llegaba a través de la típica distancia electrónica que caracteriza a los radioteléfonos. Era una voz de mujer, que preguntó primero si el número que había marcado era el mío. A la respuesta afirmativa de la señora que respondió, sucedió el mensaje de amenaza. Acompañada por referencias insultantes a las madres de todas las personas que habitan mi casa, el mensaje fue más o menos así: "¿Estás todavía ahí? [insulto]; dile a la [insulto] de la esposa de ese [insulto] que le vamos a matar apenas salga del canal, y vamos a matarle a él y a su familia".
Desconcertada, la señora dejó de ver el culebrón, del que normalmente no se apartaría aunque el destino de la galaxia dependiera de ello, y me vio todavía hablando a través de. la frecuencia de emergencia con la que el Canal 2 de televisión había vuelto a salir al aire pocas horas después del estallido del camión bomba que dejó su local convertido en escombros.Haciendo un esfuerzo heroico, el canal había vuelto a transmitir a las pocas horas desde el único estudio cuyas paredes se habían mantenido en pie. Moviéndose entre los escombros, productores y periodistas entraban y salían de la sala, donde los cámaras de televisión -algunos con vendas en la cabeza- y los presentadores lograban la hazaña de transmitir desde las ruinas. Lo hacían también desde el dolor, puesto que casi todos ellos acababan de regresar del cementerio acompañando el entierro de Alejandro Pérez, el productor de 27 años muerto en el atentado.
Yo había estado haciendo un reportaje sobre ese esfuerzo cuando los del canal me pidieron que hablara en la pantalla. En la transmisión en directo, me referí a la función de la prensa asediada, a su lucha por defender la libertad y la democracia.
Comparé el Canal 2 y El Espectador de Colombia, que resistió desafiante la acometida brutal del narcotráfico, y dije que le tocaba ahora al Canal 2 ser el portaestandarte en la lucha por reconquistar la democracia perdida, la única forma de hacer frente con perspectiva de éxito al totalitarismo senderista. En ese momento se produjo la amenaza.
Desde el momento que lo supe tuve el convencimiento de que no se trataba de una amenaza de Sendero Luminoso. Horas después, haciendo averiguaciones entre fuentes vinculadas al aparato de seguridad del Estado, confirmé la sospecha. La amenaza procedía de gente vinculada al Servicio de Inteligencia Nacional y a Vladimiro Montesinos, su director defacto y consejero personal de la presidencia.
Casi al mismo tiempo, la revista Caretas, que ha investigado y denunciado repetidas veces el papel de Montesinos, recibió también amenazas. Ellos iban a ser los siguientes, prometió a los periodistas del semanal la voz que transmitía la amenaza.
Varias horas antes, un explosivo de baja potencia fue arrojado al jardín de la casa donde vive el general retirado Luis Cisneros Vizquerra. Cisneros, que fue ministro del Interior, es un militar de derechas cuyas frecuentes colaboraciones periodísticas postulan una posición de mano dura contra el senderismo. Pero es también una persona cuyas convicciones sobre el honor militar le han llevado a atacar públicamente a Montesinos. Fuentes cercanas a Cisneros manifestaron estar convencidas de que la explosión había sido un mensaje de intimidación de grupos vinculados a Montesinos.
Esas son las condiciones en las que un número creciente de periodistas y medios de prensa van a tener que trabajar en un futuro inmediato. De un lado, la amenaza senderista se ha hecho brutalmente real. Y como es una acción dirigida contra medios antes que contra periodistas, su expresión probable continuará siendo la bomba. De otro, la amenaza, mas individual y centrada, de los grupos de espionaje de la dictadura, especialmente de Montesinos y sus esbirros.
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