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Música para los ojos

Se trataba de una producción Para Euroconcert y la imagen imponía sus razones. De otro modo, a nadie se le había ocurrido llevar a la Filarmónica de Berlín con Daniel Barenboim y un tenor de la celebridad de Plácido Domingo a la basílica de El Escorial, cuya acústica para la música es verdaderamente imposible. En cambio, el espectáculo musical no podía ofrecer mayores atractivos a los televidentes que los de nuestra gran piedra lírica, más aún si las cámaras estaban manejadas con tanta maestría como lo fueron en esta ocasión sin necesidad de salirse del templo. Un ejemplo: la estupenda transformación de la cúpula en el naciente sol para El crepúsculo de los dioses. En cuanto a la música, hay que anotar que se escuchó mejor en televisión, pues la disposición de los micrófonos evitaba los excesos de reverberación. En todo caso, Daniel Barenboim evidenció sus dotes innatas, su voluntad de perfección y su extraordinaria capacidad para reconducir la interpretación sinfónica actual hacia las vías trazadas por las más grandes batutas del pasado.

Tras una espléndida obertura de La fuerza del destino, musicalización verdiana del drama romántico del duque de Rivas, fue servida una bella y pequeña ración de leyenda negra a través del aria de Don Carlos, ("la he perdido y es el rey quien me arrebata a la que adoro"). En estas pocas palabras tenemos ya la falsa historia sobre los amores del príncipe don Carlos, el desdichado hijo de Carlos I, con Isabel de Valois, pro pagada por Guillermo de Orange, Pierre Matheu, Saint Real y otros; llevada a la escena por el español Jiménéz de Enciso en 1619 y particularmente extendida por el. drama de Schiller (1787) sobre el que se basa la ópera de Verdi (1867).

Existe la constante tentación de llevar a El Escorial la ópera sobre el príncipe, aunque ni Schiller ni los libretistas de Verdi situaran en San Lorenzo ningún cuadro de la acción que transcurre hacia 1560, 30 años antes de la terminación del monasterio.

Plácido Domingo cantó su aria espléndidamente, pues, no en vano figura entre los mejores intérpretes del personaje, y su estilo, polifacético sin duda, cuadra mejor a lo italiano que a lo francés y lo alemán, que abordó en el concierto con la "'invocación a la naturaleza" del acto quinto de La condenación de Fausto, de Berlioz, y "las tormentas infernales cedieron ante el delicioso, mayo", de La walkyria, de Wagner. Aquí, Domingo se mostró decididamente inclinado hacía el Nietzsche poswagneriano, al imponer la limpieza mediterránea a uno de los pentagramas menos brumosos del autor de la tetralogía...

Una preciosa concepción de la Sinfonía incompleta, desde la que Schubert, a través de Barenboim y los filarmónicos, introdujo un viento suave de pureza musical, y fragmentos orquestales de El crepúsculo de los dioses, de hermosura tan concluyente como la del Amanecer, El viaje de Sigfredo por el Rin o la escena final, dejaron todo lo alto y noble que sugieren sus propios nombres los pabellones del director y de la orquesta. A modo de propina, terminó este concierto-espectáculo con la obertura de Los maestros cantores.

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