Fotogramas del miedo
Detrás de las rejas blancas de una celda de máxima seguridad el doctor Aníbal Lecter escucha las Variaciones Goldberg vestido con un mono impoluto de presidiario modelo y sonríe en primer plano en la sala oscura del cine con un brillo helado y fosforescente en los ojos, como un turbio seductor aficionado al canibalismo y al piano de Glenn Gould. En otra celda, en Rusia, un hombre de orejas grandes, de nariz aguileña, de cabeza afeitada, mira a la cámara con la misma intensidad magnética que el doctor Lecter, e incluso tiene un aire semejante de prisionero educado que lee libros y escucha música al otro lado de las rejas, pero se distingue de él no sólo por el número mucho mayor de sus crímenes, sino porque es un hombre real y no un personaje imaginario, un ingeniero que a lo largo de 12 años torturó, asesinó, descuartizó y devoró a 55 personas. Este hombre sólo merece el asco y el horror y probablemente será ejecutado muy pronto, y entonces conocerá, tal vez con indiferencia o desgana, o quién sabe si con la avidez de los adictos, una parte del sufrimiento que él administró a otros. El destino del doctor Lecter, en comparación con el suyo, resulta halagüeño: un libro y una película de éxito celebran sus crímenes, y las personas cultas y las muchedumbres iletradas le dedican una fervorosa devoción. No les importa haberlo visto rasgar y devorar una cara y aniquilar a otros seres humanos con el mismo desahogo con que se serviría una taza de té: el doctor Lecter es un héroe de los tiempos modernos, y cuando sonríe en éxtasis con la boca ahíta de sangre hay quien admira el mérito del actor que lo encarna y quien degusta su pornográfica crueldad tan apasionadamente como él mismo degustaba la música barroca.La coartada indudable de la inexistencia disculpa al psicoanalista norteamericano de sus crímenes: el caníbal ruso, que no goza de esa ventaja, no tiene a nadie que se atreva públicamente a absolverlo, pero los dos comparten un salvaje desprecio por la vida humana que sería menos amenazador si no pareciera compartirlo también toda esa gente que idea y lleva a cabo las repulsivas películas de terror de estos tiempos, la que se engolfa en la contemplación impune de los borbotones de sangre y los cuerpos destrozados y acude a los cines y atesora cintas de vídeo -en las que la tortura, la mutilación y la muerte suceden con la monotonía de las tareas de un matadero industrial o de un campo de exterminio. Las antiguas películas de miedo, las que nos sobrecogían con el puro deslizamiento de una sombra, de una mirada fija, de un cuchillo alzado y vertical en el aire, las que nos devolvían el espanto y las oscuridades de la infancia, jamás incurrieron en esas delectaciones en lo nauseabundo que ahora obtienen el prestigio de la cinefilia y el entusiasmo sórdido de personas tan absolutamente normales como parecía serlo el carnicero de Rostov hasta unos minutos antes de que lo detuvieran. El cine, como dicen, no tiene nada que ver con la realidad, y quien disfruta viendo una película de cuerpos descuartizados difícilmente se animará a secundar el ejemplo de sus héroes. Pero George Steiner nos ha vuelto a recordar una verdad a la que últimamente casi nadie hace caso: el arte, la literatura, el cine, son responsables de lo que nos cuentan, y las palabras y las imágenes, que pueden iluminarnos la inteligencia y consolarnos del dolor, también tienen la aciaga potestad de destruir y corromper.
No hay la menor inocencia en la ficción: la tolerancia o el deleite ante el espectáculo fingido de la barbarie son turbias señales de que la barbarie verdadera está siendo secretamente apetecida. En el mismo país donde las hazañas del doctor Lecter obtienen cinco oscars de Hollywood un hombre acaba de ser ejecutado en la cámara de gas, y los funcionarios y los jueces y los familiares de las víctimas a las que este hombre asesinó lo han visto agonizar durante 10 minutos a través de un cristal blindado, han visto su cuerpo retorcerse despacio bajo las correas y abrirse desgarradamente su boca en busca de aire. Luego han salido a la calle con la misma sensación de transitoria irrealidad con que se sale de un cine y han regresado virtuosamente a sus tareas. Acaso alguno de esos testigos, acostumbrado al lujo inmundo de los efectos especiales, habrá considerado que la evidencia de una muerte real es mucho menos convincente.
Babelia
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