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Poeta y soldado

Hasta 10 años después de su muerte no se habló públicamente en España de Miguel Hernández: rompió el telón un modoso librito de Juan Guerrero Zamora -anticipo de otro mayor-, editado por Fernández Figueroa en Cuadernos de Política y Literatura. Era un poeta clandestino.No se le podía citar. A veces pienso que estos silencios, estos destierros de la letra, fueron un gran acierto del régimen para sí mismo: todo lo que hacía pareció idiota y cobarde, y, sin embargo, duró 40 años: no puede ser una coincidencia. Como no puede ser casual la depauperación lectora, la ignorancia colectiva, en la que vivimos. Como las muertes y los encarcelamientos, como el de Miguel Hernández, no fueron errores, sino política.

Hace unos días, en no sé qué emisora oída de noche, y entre no sé qué interlocutores ilustres, oí una conversación. Uno se quejaba de la prisión de Miguel, y el otro justificaba: "Hay que tener en cuenta que fue comisario político". Y el que parecía más justo replicó: "Sí, pero sólo de compañía". Sólo un poco de comisario político: un poco de comunista... Cárcel, muerte en el abandono, silencio, bachilleres y universitarios que ignoraron su nombre, sólo porque fue "un poco" comunista. Si lo hubiese sido mucho, parecería lógico.

Hay mucho interés, siempre, en robar a estos personajes su esencia. Como se dice que Calderón fue feminista y combatió el delito de honor; como se dijo que Lorca -todavía cunde la ideano tenía ningún interés por la política- Miguel Hernández fue hombre del histórico V Regimiento, con el que trabajó en fortificaciones de primera línea; luego estuvo en infantería, comisario político en el batallón de El Campesino, que se distinguía por su afición al mismo frente de combate; y luego fue comisario de cultura en la la Brigada Móvil, de donde pasó al Altavoz del Frente, misión cultural que reflejaba para la retaguardia la vida del combatiente. Una vida de guerra. Y de poeta. Escribía en la publicación del V Regimiento, en Al Ataque, periódico de milicianos; y en la guerra misma escribió Viento del pueblo, que se publicó en 1937, en Valencia, editado por el Socorro Rojo Internacional para ayudar a las víctimas del fascismo. Se lo dedicó a Vicente Aleixandre, que, con perdón, también parecía rojo; le nombró, como se nombró él mismo, heredero de los poetas muertos en la guerra: "Cada poeta que muere deja en manos de otro, como una herencia, un instrumento que viene rodando desde la eternidad de la nada a nuestro corazón esparcido". Hablaba de García Lorca. "Hoy, este hoy de pasión, de vida, de muerte, nos empuja de un importante modo a ti, a mí, a varios, hacia el pueblo. El pueblo espera a los poetas con la oreja y el alma tendidas al pie de cada siglo". No cesa de esperar. Aleixandre le contestó ya después de muerto, pasados cinco años: "No le toquéis. No podríais. Él supo / sólo él supo. Hombre tú, sólo tú, padre todo de / dolor. Carne sólo para el amor. Vida sólo / por amor".

Releyéndole ahora, al calor del aniversario, se encuentra toda esta vida de amor, en la que se encontraba no sólo el de la mujer y la hija, sino un amor por las ideas que encarnaba en lo que entonces se llamaba el pueblo, en personajes vivos; por la ideología, aunque la palabra sea horrible, en e¡ sentido de la construcción interna de un sistema de valores, de un concepto del mundo, de un sentido por el que va ese viento de la historia. Hoy ese tipo de ciudadanos apenas existen, o son residuales. Me niego a aceptar la idea corriente de que esta fuga del ideal sea un valor negativo, desde un punto de vista filosófico: puede ser valioso abandonar la idea de que las verdades son definitivas o eternas, la comprensión de que hay que tener un maleabilidad plástica para vivir dentro de la innovación cotidiana y la inteligencia de aceptar que la vida no tiene ningún sentido. Lo cual no debe significar una renuncia a vivir y una necesidad de especie que es la sociedad, en la cual entre el respeto por los demás. Un día podría suceder que este hombre dúctil y móvil pueda crear, sobre esta base, una ética.

Miguel Hemández no pudo ni imaginar que una sociedad así pudiera producirse: ni siquiera por la derrota. Es curioso pensar que, a pesar de la dureza de los poemas de guerra, de sus calificaciones del enemigo -"con voluntad de carnicero"- y del fusil en su mano y la pistola en el cinto, aún creyó que aquellos a quienes combatía eran mejores de lo que en realidad eran. Porque creía en el ser humano, de una manera que hoy puede parecer disparatada. No huyó cuando pudo hacerlo, no creyó que pudiera ser juzgado y condenado; admitió la mentira de guerra de que no sufrirían quienes "no tuvieran las manos manchadas de sangre". Les pasó a muchos: algunos murieron en la cárcel, otros fueron fusilados directamente; algunos otros sobrevivieron como muertos. Debía empezar el fin de las ideologías: por lo menos así lo proclamaron algunos de los que vencieron y creyeron que montaban un espacio del mundo aislado y propio.

Así, Miguel Hernández fue aprisionado y se le dejó morir, joven, en la cárcel. Y en el silencio. El régimen sabía lo que hacía: cerré las fronteras del entendimiento y de la lección a los poetas, a los ensayistas, a los hombres de inteligencia y ciencia, y sobrevivió. Aún hoy día Miguel Hernández es como el último, como el farolillo rojo, de un tiempo espléndido; un marginal de la Generación del 27, a la que se han dedicado todos los elogios -tan justos: y aún parecen esdasos para aquel estallido literario de la república-, como demasiado ingenuo, joven, infantil. Cuando se empezaron a abrir los murmullos de que había vivido y escrito un poeta que fue pastor, aún se le regateaba quién era: "Un librito insignificante", escribió de esa obra maestra Juan Guerrero Zamora: mala suerte, también, que fuera a romperse de esa manera el silencio que tapó su obra y su vida. Y ahora se le discute que fuera profundamente comunista, que fuera popular, y combatiente. Qué pudores más raros para nuestros tiempos de historia.

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