Disfrazado de manjar
El Círculo de Bellas Artes celebró hasta esta madrugada su fiesta de máscaras
El Círculo de Bellas Artes parecía anoche más que una centenaria institución un alegre tocado de Carmen Miranda, la mítica bailarina portuguesa que inmortalizó desde Hollywood los fruteros-sombrero. Limones, cebolletas, fresas, chirimoyas, jamones, rábanos y coliflores decoraban, entre otras frutas, hortalizas y manjares, los 12.000 metros cuadrados del Círculo, que celebró su octava fiesta de máscaras, la más conocida de los carnavales madrileños. Más de 3.500 personas asistieron al baile que comenzó a las once de la noche y cuya terminación se preveía para las seis de la mañana.
"Acabo de vender la última entrada y todavía hay una cola enorme de gente que quiere comprar una", decía a las siete de la tarde de ayer María Jesús, taquillera del Círculo, que vendía desde el 18 de febrero las codiciadas papeletas al precio de 3.000 pesetas para los socios y 6.000 para los no socios, eso sí, acompañadas de un modesto folleto con unas palabras de Juan Cruz introductorias a la fiesta. El pintor zamorano Valentín Zapata fue el encargado de decorar este edificio del siglo XIX para el carnaval de 1992.En la segunda planta colgaban a una altura prudencial 150 jamones. "No son de Jabugo, son ibéricos, se nota por el aroma", comentaba extasiado y no exento de sana envidia uno de los 28 guardias de seguridad que estaban repartidos por el lugar en espera de los famosos que suelen asistir a este baile de culto. En esa misma sala, llamada Salón de Baile, tocaron salsa y pasodobles tres orquestas: Banda Sur, M-30 y Gran vía Varietés. Dos pisos más arriba, en el Salón de Columnas, tocaron rock otros cuatro grupos: El mecánico de swing, Los gatos, Flying Gallardos y Arias.
Las primeras máscaras en llegar al Círculo, que el año pasado no celebró el carnaval por la Guerra del Golfo, fueron dos cuarentones, Clara Rivera y Carlos Cohen, que anoche decían ser "Ia bella y la bestia". Junto a ellos: peces, libélulas, gitanas (Clara y Noelia, estudiantes de 18 años), moras, moros, goyescas, princesas, dráculas, vaqueros, bailarinas, monstruos, payasos, diablos y obispos. "Nosotras vamos de exóticas", decían dos chicas que llevaban la cara embadurnada con purpurina.
Experiencia Iúdica
Soledad, de 68 años, no iba disfrazada. "He venido para tener una experiencia lúdica más. No voy disfrazada porque bastante me disfrazo todos los días", comentó esta agradable señora que iba acompañada por una grupo de amigos de su misma edad, que tampoco iban disfrazados, pero que sí iban suficientemente puestos para asistir a una gran fiesta.
Como todos los años, se instaló en la calle Alcalá, llena de curiosos sin disfrazar, una escalera de hierro por la que se subía directamente al Salón de Baile. La escalera, decorada con bolsas de dos kilos de limones y lechugas, no se llenó tanto como los 400 escalones de mármol blanco, esta vez forrados de papel de charol rojo y bolsas de naranjas, que recorren los cuatro pisos del característico edificio madrileño.
"Yo voy de ruso porque me gustan los rusos", decía Antonio Utrera, de más de 60 años. "Yo y mis amigos no salimos de aquí hasta que no nos echen", añadía mientras se colocaba un enorme bigote negro que amenazaba despegársele por el sudor. Mientras, otro hombre mayor se paseaba solo vestido de montañero, con barba, mochila, casco y una bola del mundo en la mano.
Las bebidas y los canapés oscilaban entre 2.000 y 300 pesetas, pero los tomates, nabos, berenjenas, perejil, lechugas, zanahorias, calabazas, manzanas, botellas de aceite de oliva, puerros, fresas y guindillas que completaban la decoración, estaban al alcance de la mano. Un pequeño cartel decía: "Se ruega el mayor respeto hacia los productos alimenticios; finalizada la fiesta serán donados a Cáritas".
Babelia
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