"Ciego y sordo"
HACE APENAS mes y medio, el escritor venezolano Arturo Uslar Pietri acusaba al presidente de aquel país, Carlos Andrés Pérez, de estar "ciego y sordo" ante la amenaza de un golpe de Estado. Aseguraba Uslar que las dificiles condiciones de vida que aquejaban a los venezolanos, unidas a la inseguridad ciudadana, la corrupción generalizada y la ineficacia de la justicia, eran un caldo de cultivo para el golpismo alimentado desde sectores intransigentes de las Fuerzas Armadas. No descubría con ello nada que sus conciudadanos no intuyeran ya, mientras la prensa hablaba abiertamente de la posibilidad del golpe.La asonada se produjo en la noche de ayer. Sin embargo, aunque violenta y con instantes de gran dúreza en la propia Caracas, afortunadamente para el sistema democrático no pasé de ser episódica: unas horas después de que diera comienzo, los rebeldes se rendían. Pero lo importante no es el tamaño, organización o fuerza del golpe, sino lo sintomático que resulta que haya ocurrido en un país de tanta tradición democrática.
Carlos Andrés Pérez fue, entre 1974 y 1979, el presidente despilfarrador de los años de la bonanza del petróleo: la más espectacular explosión de deuda externa, el inicio de la recesión y los índices mayores de fuga ilegal de capitales se dieron precisamente cuando Pérez fue primer mandatario. Aquellos primeros cinco años concluyeron en fracaso económico, pese a que el político venezolano consiguiera convertirse en uno de los líderes más carismáticos del Tercer Mundo al suministrar aparente prueba de que la independencia y despegue económicos eran posibles sin que ello dependiera de la colonización del mundo desarrollado.
En 1988 consiguió ser reelegido por una nación angustiada y empobrecida que, por segunda vez, decidió votar por el candidato que le prometía disciplina, honradez y estabilización económica. Apenas un mes después de su toma de posesión, el país se vio envuelto en un baño de sangre: el caracazo, una revuelta popular en contra de las medidas de ajuste económico del Gobierno que se saldó con decenas de muertos, centenares de heridos, saqueós de comercios, suspensión de derechos ciudadanos y toque de queda.
Tres años después, los disturbios han sido causados por un sector del Ejército de imprecisa connotación ideológica, pero apoyado en el tan familiar género de justificación populista: la mala situación personal de los venezolanos, la corrupción generalizada y la inseguridad ciudadana. Lo que, como de costumbre, no ha explicado el sector golpista del Ejército es cómo pretendía enderezar la situación.
El ajuste económico que se ha visto obligado a imponer Carlos Andrés Pérez tras un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional ha servido para incrementar las reservas del país (hasta casi 14.000 millones de dólares partiendo de los 300 que había dejado la Administración de su correligionario Lusinchi) y para convertir la tasa de crecimiento de la economía en la más alta de todo el continente. Al mismo tiempo, la inflación ha sido rebajada al 30%, un indudable saneamiento que mejora los datos macroeconómicos del país, pero que, por ahora, de nada ha servido a la hora de hacer lo propio con las condiciones de vida de los venezolanos. Nada menos que entre el 35% y el 40% de los ciudadanos se encuentra en el umbral de la pobreza crítica, y otro 40%, en el de la pobreza relativa. Estos son los costes sociales de la estabilización.
Es preciso congratularse del fracaso de la asonada, entre otras cosas porque la respuesta a las dificultades nacionales no es nunca un golpe de mano (que además siempre esconde reivindicaciones de clase, legítimas pero no reclamables por las armas), sino la racionalización del aparato administrativo, la aplicación de mayor disciplina fiscal y económica y el exterminio de la corrupción como forma de gobierno. Tal vez en Venezuela se haya agotado un modelo, pero sustituirlo corresponde a las fuerzas que gestionan el sistema, no a salvadores caudillistas que tanto mal han hecho en la historia del continente latinoamericano.
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