Sobre el pesimismo
Hemos podido verlo recientemente gracias (¡si se puede decir así!) a la televisión: un skind head en Alemania intentando ahogar a un turco; en Atlanta, jóvenes neonazis, miembros del Ku Klux Klan, escupiendo a los negros mientras celebraban el aniversario de la muerte de Martín Lutero King; indios sijs ensañándose con musulmanes caídos en el suelo; serbios y croatas deseándose los unos a los otros las peores desgracias para los próximos siglos; los israelíes declaran preferir la muerte a la restitución de Cisjordania, y un semanario alemán, Der Spiegel, publica un sondeo que demuestra que la mayoría de los alemanes de más de 40 años piensa que, a fin de cuentas, los judíos posiblemente fueron, en parte, responsables del holocausto del que fueron víctimas.Una vez dominada la náusea y superada la tentación de huir de la humanidad a un convento más arriba que el de San Giminiano, por ejemplo, hay que volver a la vida tal y como la vive todo el mundo y proceder a algunas observaciones. Primero, no parece que los hombres hayan sacado ninguna enseñanza de haber vívido en uno de los siglos más bárbaros de la historia. Tantos libros, tantos testigos, tantas reflexiones dedicadas al genocidio y a los gulags no parecen haber servido para gran cosa. Es más grave aún. Ha habido, después de la barbarie, una poderosa ola de rechazo de la legislación internacional en base a un nuevo concepto, el de los crímenes contra la humanidad. Pero ocurre que este rechazo pesa ya demasiado y se intenta rodear la legislación. Por todas partes se reclama la libertad de odiar y de injuriar.
La segunda observación es que, en tiempos de la guerra fría, los hombres de cada lado tenían miedo los unos de los otros, pero no se odiaban verdaderamente, o, aunque se odiaran, no lo hacían por lo que eran, sino por lo que pensaban. Los comunistas y los anticomunistas no se reprochaban los unos a los otros el ser del Norte o del Sur, negros o blancos, musulmanes shiíes o católicos armenios, cristianos integristas o judíos ortodoxos. Las ideologías tienen en común con los imperios que federalizan la diversidad en su campo de acción. Es incluso una de las buenas, y raras, ventajas que tienen. Hace tiempo que la sabiduría popular considera al despotismo ilustrado como progreso en la medida en la que era capaz de superar los enfrentamientos tribales o regionales. En general, el despotismo ilustrado era, naturalmente, centralizador. Desde la desintegración del comunismo en nuestra región, cualquiera se siente autorizado, y con la conciencia tranquila, a transformar la menor microetnia en una sociedad autónoma o, incluso, en una nación, y la más mínima microcultura, en identidad cultural. A partir de ello está permitido recorrer todas las fases que conducen al nacionalismo del rechazo, a la xenofobia protectora y al racismo superior. Sin embargo, este camino no es inevitable. Algunos se detienen en un punto aun aceptable: el de las raíces que protegen la propia diferencia al tiempo que respetan la de los otros. Sin embargo, para detenerse en este punto es necesario ejercitar una disciplina cada vez más escasa.
Tercera observación: si los hombres tienen, de pronto, ganas de ser "ellos mismos", corno proclaman a los cuatro vientos, es por miedo al vacío, por horror a la incertidumbre y desconfianza al porvenir. Un sociólogo amigo mío que, como todos los sociólogos, recorre el mundo de coloquio en coloquio, ha observado que en todos los sitios se encuentran las mismas expresiones para explicar la razón por la que la gente se refugia en el grupo y en el pasado: "búsqueda de la identidad", "peregrinación a las fuentes", "vuelta a las raíces", "búsqueda de la autenticidad", "combate de la tradición contra las agresiones de la modernidad", etcétera. Todas estas expresiones demuestran una falta de confianza en el mañana y hacia el vecino. El Otro es un probable enemigo que mañana puede llegar a desvelar su hostilidad. El novelista Stephen Zweig, que se suicidó en 1942 en Brasil y cuyas obras se han vuelto a poner de moda, explicaba muy bien en su libro El mundo de ayer cómo de pronto se puede perder el equilibrio intelectual y la estabilidad afectiva. Porque se tiene la impresión de que todo tiembla a nuestro alrededor. Es el momento de los valores-refugio en el nacionalismo, la mística, cierto individualismo desesperado (precisamente el que conduce al suicidio). No es, en todo caso, el momento de la fraternidad y la esperanza.
Ultima observación: vivimos en una demografía demente, acompañada de paro, de inseguridad y de flujos migratorios incontrolables. Somos 5.500 millones de habitantes. Y seremos 6.000 millones en el año 2000. Éramos 1.000 millones en el siglo XIX. Se ve claramente que éste no es un ritmo natural. Es verdad que, desde el punto de vista de la ciencia y de la tecnología, la humanidad ha hecho más progresos en dos siglos que en dos milenios. Y es tan poca la gente que vivió entre el neolítico y nosotros que la historia del hombre, desde el punto de vista cuantitativo, podría resumirse en algunas generaciones. ¿Somos, entonces, demasiado numerosos? Teniendo en cuenta la organización de recursos y el subdesarrollo de las sociedades prolíficas, sí, efectivamente somos demasiado numerosos, lo que provoca los éxodos, las personas desplazadas, las migraciones y tantos fenómenos que, a su vez, conducen a las intolerancias, las alergias y los rechazos. Pero los otros dos factores de animosidad son el paro y la inseguridad. En todas partes en donde quiera que haya paro, en donde quiera que ha habido disputas por trabajar, el hombre se ha comportado como un animal irracional. Y como sería necesario sumar todas las causas (necesidad de odio, miedo al vacío, refugio en la tribu, superpoblación, búsqueda de un empleo) para llegar a una explicación, tenemos ya un resultado terrible: la inseguridad. En Shangai, en Calcuta, en Río de Janeiro, en Bogotá, en ciertos barrios de Nueva York y de Londres, no se puede salir de noche. Se viaja con armas en la guantera y los coches bien cerrados. Se dice que si uno se detiene está en peligro. Nueve de cada diez veces no se socorre a las víctimas de una agresión. No es ésta precisamente una civilización que lleve al amor y a la ayuda mutua.
La mayoría de la gente piensa que se exagera o que se sistematiza cuando se describe un cuadro como éste. Es verdad que es muy negro, que no he tratado de evitar el pesimismo, que no he puesto de relieve los islotes de placer y de seguridad, los países confortables y las playas de armonía y cordialidad que existen incluso en estos tiempos tan llenos de amenazas. Pero la verdadera razón de la sorpresa que produce el pesimismo es que, sin darse cuenta, la gente se ha acomodado a una vida completamente transformada. Después de todo, adaptarse es el destino del hombre. Saben que son mortales y no por eso viven menos intensamente. Pero día a día se van acostumbrando a una vida de incertidumbre, de inestabilidad y de peligro, en la que la necesidad de protegerse es constante y donde la irrupción del accidente se considera natural.
La humanidad me hace pensar en este momento en el humorista británico Chesterton, que pensaba que el terrorismo irlandés no debía de acabar porque servía para moderar el orgullo de los ingleses. Otro humorista afirmaba: "No hay ningún problema cuya ausencia de solución no acabe por contribuir a resolverlo". Sólo me queda decir que no se puede salir del pesimismo para caer en el cinismo.
Y para volver a nuestra afirmación inicial, hay que hacer como Sísifo y escalar la roca diciéndose que, si se dan todas las condiciones de la xenofobia y del racismo, nos toca enumerarlas una a una y combatirlas. No por candor, sino porque no se puede hacer otra cosa.
es director de Le Nouvel Observateur.
Traducción: María Teresa Vallejo.
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