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Alarma y disuasión

La disuasión ha llevado a la Unión Soviética a la ruina más negra. Más aún, ha acabado con ella. La carrera de las armas ha obligado a clausurar, cuando menos para varios decenios, un proyecto de sociedad, cruel pero científico, que, de haberse realizado plenamente, habría hecho innecesarios la fabricación y el uso de las armas. Pero las armas, se diría, animadas de un espíritu que trasciende a cualquier teoría de la sociedad, se han tomado la revancha y han derrotado, en de la industria, la insensata, aunque científica, doctrina que quería acabar con ellas. Ahora, con gran dolor de corazón, habrá que reconocer que el anterior y sonriente presidente de Estados Unidos -un príncipe del zumo de naranja- fue, con su reaganomics, el mayor responsable de lo que está pasando ahora, al obligar al adversario a estirar su cuerda más allá de la tensión de rotura. El atleta que triunfa en el agón es, según Píndaro (si no recuerdo mal), aquel que obliga a su antagonista a desarrollar un esfuerzo que no puede sostener por mucho tiempo. La derrota se produce por cansancio, por agotamiento. En la conducta de la guerra, sea fría o caliente, ocurre tres cuartos de lo mismo, y el denuedo apenas tiene algo que hacer contra la superioridad de recursos. La Unión Soviética se ha terminado porque no podía soportar el gasto de sus numerosos artefactos de alarma y disuasión con que tenía que responder a las amenazas exteriores, y ahora se encuentra en la ingrata situación de quien, por no haber podido atender los últimos plazos, ve cómo se evaporan todos sus ahorros y pasa a otras manos, a precio de saldo, la propiedad que con tanto celo como ineficacia se había empeñado en edificar.La disuasión es cara y con frecuencia inútil. Todavía no he visto un aparato de alarma que funcione cabalmente; quiero decir, que cumpla hasta sus últimas consecuencias la función para la que fue ideado, construido e instalado. Hasta ahora me he tenido que conformar con ver y oír sirenas y timbres que repiten incansables su diapasón sin producir la menor alarma en el vecindario. Todavía estoy por ver que, como consecuencia del disparo del mecanismo y la emisión del aullido disuasor, un caco se deslice por la fachada del edificio y huya por la calle sorteando vehículos. Entiendo que la hiperbólica escena sería perfecta si el caco, tocado con gorra de visera, antifaz y camisa a rayas, empuñara en la mano una palanqueta, pero ni siquiera con los atuendos y atrezos actuales -balaclava, zamarra de cuero, zapatillas deportivas y escopeta de cañones recortados- me ha sido dado presenciar la escena. Ni como consecuencia del histérico, periódico e impotente aullido he visto nunca acudir al coche patrulla ni he sido testigo de cómo los agentes del orden rodean el edificio y toman posiciones tras las esquinas y vehículos próximos. Hasta ahora sólo me ha sido dado comprobar cómo el aullido de la sirena viene a añadir una nota más -aguda y espasmódica- a la normalidad de la calle y a la indiferencia del viandante, tan acostumbrado al insólito fenómeno como el pastor griego debía estarlo a las correrías, transformaciones y majaderías que los dioses perpetraban a su vera, según cuentan los maestros de la pintura.

Me parece que el aullido de la sirena sólo cumple esa función cabal -esto es, alarmar tanto al caco como al agente del orden y al vecindario- en algunas escenas de película. Allí sí, allí todo sale como está mandado: en cuanto suenan los campanillazos, los atracadores se revuelven inquietos, emprenden la huida, a veces toman rehenes, y al punto acude el coche patrulla. Verdaderamente, hay buen número de cosas que sólo funcionan bien en el cine, o mejor dicho, en la pantalla: el timbre de alarma, la policía y también la novia. Hay que reconocerlo sin ambages, no hay policías ni novias como las del cine. Tampoco pueden olvidarse ciertos mayordomos, diversos gestos de abnegación, algunas esposas sedientas de oro y audaces periodistas que sólo pueden ser admirados en su más acabada expresión si se pasa previamente por taquilla. Me pregunto si es necesario recurrir a la competencia de la televisión o a la ruindad de las subvenciones oficiales para explicar la decadencia de una industria del espectáculo que lleva casi un siglo suministrando, con más profusión que cualquier otra mercancía, ejemplos inmarcesibles de novias, policías, mayordomos y timbres de alarma; cuánto más sencillo -me digo- sería explicar esa decadencia por el hartazgo de un público -paradójicamente, hambriento de emociones fuertes y de una decisiva, aunque local, demostración del triunfo del bien sobre el malhacia las personas y artefactos que funcionan bien en la pantalla, pero que en la vida cotidiana sólo producen fastidio, tales como las novias, la policía, los mayordomos y los timbres de alarma.

El amable corredor del aparato de alarma trata de convencerme de que su eficacia se fundamenta en su poder disuasorio. Tan sólo por el hecho de verlo ostensiblemente anclado en la fachada de la casa, me dice, el caco se lo pensará dos veces antes de allanar mi morada. Es un dato estadístico, me asegura con la confianza puesta en una científica, suplementaria y advenediza virtud, apenas tenida en cuenta en el diseño del aparato. Solapadamente, el cortés agente de la firma de aparatos de alarma me está di ciendo que tampoco él cree en el efecto directo del ingenio, tan convencido como yo de que el más penetrante aullido de la sirena será insuficiente para atraer al coche patrulla o mover al vecindario en mi auxilio. Con palabras educadas, pero inquie tantes, mi hizo notar que todos los inmuebles vecinos cuentan con el aparato, y que, por consiguiente, al carecer de él me estoy arriesgando a convertir mi casa en la presa más codiciada del barrio, con independencia de los tesoros que haya acumulado en ella o de mi bien acreditado nombre de persona de recursos moderados, añadió no sin cierta reticencia. Era cierto, le repliqué, que casi todos los inmuebles del barrio cuentan con aparatos de alarma, pero no menos cierto que tanto se ponen a aullar sin causa justificada cuanto que los no infrecuentes asaltos que se han producido en la vecindad -y que he conocido por noticias confidenciales- se habían llevado a cabo en el silencio completo, y tal vez cómplice, de los aparatos de alarma. ¿No será -le pregunté a mi vez al educado agente de ventas- que el aparato es producido y comercializado por una internacional del crimen y del escalo, necesitada de un agente doble para asaltar con garantías de seguridad la múltiple fortaleza de la propiedad privada? ¿Pues qué mejor cómplice que ese retraído aparato que no puede ser acusado de abandono del puesto ni de estar al servicio del enemigo? A lo que a mí se me alcanza, y por lo que yo sé de la firma que represento, me respondió el corredor con firmeza y sin un asomo de ofensa, le puedo asegurar que no.

Sin embargo, tengo observado que los aparatos de mi barrio se comportan de manera que dan pie a la sospecha. Algunos se ponen en marcha a la salida de los colegios; otros, al paso de las manifestaciones frente a la Embajada de Marruecos; los más agresivos, ciertos días en que se congrega una muchedumbre devota de santa Gema Galgani. En contraste, todos sin excepción se sumen en el más expresivo silencio cuando en el barrio se produce un atraco, un atentado o un bombazo. En esto se parecen a algunos portavoces y políticos que no quiero señalar, pero que a la fuerza se han de sentir aludidos si leen y entienden estas líneas. Por si fuera poco, en las tardes y noches de primavera y verano, si un aparato salta no pasa mucho tiempo sin que otro le conteste, como mochuelos en una dehesa, buscándose en la oscuridad. En ocasiones, el ejemplo cunde, y no hay calle-

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Alarma y disuasión

Viene de la página anteriordel barrio que no se vea animada por el canto del aparato (que se acompaña también del parpadeo de una rapaz nocturna), lo que me ha llevado a pensar que a comienzos del verano los aparatos de alarma entran en celo, rivalizan, se aparean y procrean; pues ya he visto en más de un edificio un aparato madre, acompañado de buen número de pequeñuelos. Por otra parte, según la estadística, a comienzos del verano se produce el mayor número de atracos, lo que constituye una comprobación poco menos que irrebatible de mi hipótesis.

Es muy posible que cuando estadísticamente -como quiere el amable - agente de ventasquede harto demostrado que no sirve para el fin-perseguido, comience la época de esplendor del aparato de alarma. A partir del momento en que le acepte su inutilidad, y como la industria, al igual que la energía, se transforma, pero no se destruye, la historia del aparato de alarma puede entrar en el periodo artístico que engendrará toda una afición, un mercado y un nuevo tipo de artesano (como los antiguos rejeros, fodadores y broncistas), decidido a hacer con él una pieza única. No es insensa to, así pues, pensar en futuros aparatos de alarma de gran va lor intrínseco, con una carcasa de filigrana hecha a mano, iluminada por un pintor cotizado y en la que se aloje una melodía original, escrita ad hoc por un compositor de reconocido renombre. Entonces, esa joya, en lugar de ahuyentar al ladrón, lo atraerá, tentado por el robo y por su venta en el mercado internacional de aparatos de alarma. Se habrá así cerrado su ciclo de evolución, que quedará sellado en cuanto se ponga a la venta el aparato de alarma que evite el robo del aparato de alarma. Entonces, la casa se podrá sentir definitivamente segura. Por esas mismas fechas habrá quedado universalmente desmantelada la industria cinematográfica; Rusia, baluarte del capitalismo, será ya el primer productor mundial de brochas de afeitar, y la OTAN (¿ah, dónde están aquellas privilegiadas inteligencias que se oponían al ingreso de España en la organización?) explotará, en plan monopolio, el tren europeo de pequeña velocidad, con tracción a vapor.

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