El odio y el amor
¿Qué ha impedido que exista entre la América sajona y la hispánica la relación beneficiosa ,que ha habido entre Estados Unidos y Europa occidental o entre aquella nación y los países de la cuenca del Pacífico?No hay duda de que buena parte de la responsabilidad incumbe al "pueblo emprendedor y pujante", como escribió José Martí, que "desconoció y desdeñó" a sus vecinos del Sur, a los que invadió en expediciones imperiales, ocupó militarmente para doblegar a sus Gobiernos e imponer determinadas políticas, o para defender los intereses de ciertas empresas, como la célebre United Fruit. E9tas acciones, y el apoyo que Washington prestó a tantos dictadores del otro lacio del río Bravo que le eran dóciles -los Somoza, Trujillo, Pérez Jiménez, Stroessner, Batista, Odría, Rojas Pinilla, muchos de los cuales fueron invitados a la Casa Blanca y condecorados-, generaron un sentimiento de antipatía en los sectores democráticos de América Latina hacia el vecino del Norte. Y, para el común de las personas, acuñaron una imagen prepotente de Estados Unidos, abonando de este modo el terreno sobre el que han edificado sus campañas antinorteamericanas los llamados progresistas.
Sin embargo, estas razones, objetivas y legítimas, no explican todo el recelo de muchos latinoamericanos hacia Estados Unidos. Hay otras, subjetivas y tortuosas, que tienen que ver con la ignorancia, el resentimiento y las envidias inevitables del débil al poderoso, del que se ha estancado hacia el que parece progresar de manera irresistible.
Por esa pereza mental que suele impedirles darse el trabajo de cotejar sus ideas con la realidad, para saber si son ciertas o falsas, en muchos latinoamericanos prevalece una visión de superficie, que linda con la caricatura, de la compleja sociedad norteamericana, y, sobre todo, de la manera como funcionan sus poderes, su opinión pública, su Gobierno y la diversidad y sutileza de sus mecanismos políticos. Ese desconocimiento, similar, por lo demás, al que ha reinado con frecuencia en las dirigencias de Estados Unidos respecto a América Latina, es la raíz de buen número de entredichos con Washington. Y lo que ha impedido a muchos Gobiernos latinoamericanos defender con éxito sus causas ante el Congreso, el Ejecutivo y la opinión pública de Estados Unidos. Sólo en los últimos años, los líderes políticos de América Latina van descubriendo que la mejor manera de obtener ese apoyo que todos los Gobiernos del Sur, sin excepción, deploran que Washington les niegue o les conceda sólo a cuentagotas es conociendo y sacando partido a los ritos, los hábitos, las grandezas y también las miserias del sistema político norteamericano.
Un curioso sentimiento de amor-odio hacia el vecino rico y poderoso es aún frecuente en el latinoamericano. De un lado, el país de Hollywood y de los rascacielos aparece ante el hombre y la mujer que sobrellevan, en su propia tierra, la existencia difícil del subdesarrollo con las prendas de un paraíso: una sociedad de promisión y oportunidades, donde se puede ganar mucho dinero, tener automóviles y vivir rodeado de una tecnología aerodinámica, igual que en el cine y la televisión. No importa que la realidad sea bastante más prosaica que este sueño. Lo cierto es que las estadísticas son concluyentes: pese a todas las dificultades que encuentra, el emigrante hispánico tiene más posibilidades de prosperar allí que en su país de origen, sea éste la dictadura cubana o la democracia costarricense. Éste es el imán que atrae a las playas de Florida, a las ciudades de California o a los campos tejanos, y a los conglomerados industriales de Nueva York o Chicago a esas muchedumbres para cuyo ímpetu invasor no hay aduana, ley o frontera que resista.
El reverso y complemento de este hechizo es un rencoroso complejo de inferioridad / superioridad. Éste se suele apoyar en un argumento falaz, producto de la ideología, que la intelligentsia latinoamericana ha llegado a convertir en axioma: que la bonanza estadounidense se logró con nuestro sudor y nuestras lágrimas. La riqueza de los gringos derivaría directamente de la pobreza de los cholos, indios, negros y mulatos de la otra América. Ellos nos habrían primero saqueado y, ahora, nos discriminarían y despreciarían. Pero nosotros, aunque pobres, seríamos, de algún modo, superiores a esos nuevos ricos: por la antigüedad de nuestra historia, nuestro esplendoroso pasado colonial, por nuestras maneras refinadas y aristocráticas, tan por encima de su patanería democrática.
La cercanía del vecino poderoso ha sido fuente de muchos abusos para el vecino débil, como las intervenciones militares. Pero. ha sido, asimismo, una coartada ideológica y moral para que el latinoamericano se exonere de toda responsabilidad en los males que padecen sus países. Transferir a Estados Unidos la autoría de todo lo malo que nos pasa, desde la pobreza, el caudillismo militar, la corrupción, el caos institucional y la fragilidad de nuestras democracias, hasta los ciclones y maremotos que nos devastan (como oí yo afirmar una vez, ante un auditorio limeño que lo aplaudía a rabiar, al poeta Ernesto, Cardenal), tiene la ventaja de dotarnos de una buena conciencia de víctimas y justificar nuestra inacción y nuestra ineptitud política. ¿Para qué actuar si nada de lo que hagamos cambiará nuestra suerte, si todo lo bueno y lo malo que nos sucede lo decide el ogro / Papá Noel norteamericano?
La influencia del intelectual en todo esto ha sido enorme; nadie ha contribuido tanto como él a alimentar el odio y a propagar el estereotipo contra Estados Unidos.
La denuncia contra el "coloso del Norte", el ataque al "imperio", es una vieja tradición que han alimentado por igual los intelectuales de derecha y de izquierda, con argumentos diferentes. Para aquéllos, en el siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX, Estados Unidos representaba el materialismo más craso, el espíritu mercantil, el sacrificio de lo espiritual y lo elevado por un pragmatismo egoísta y vulgar. En su célebre ensayo Ariel, de 1900, en el que bebió toda la generación modernista, el uruguayo José Enrique Rodó opuso a este Calibán del norte anglosajón el Próspero idealista, de nobles y desinteresados ideales humanistas, de la tradición latina e hispana. Y Francisco García Calderón, que vivió buena parte de su vida en París y escribió la mitad de su obra en francés, batalló también, en brillantes ensayos, oponiendo la latinidad de la América del Sur al comercialismo antiartístico del norte anglosajón. En esos años, precisamente, la denominación América Latina desplazó definitivamente a las de Hispanoamérica o América española para referirse a las antiguas colonias de España en el continente.
Hasta la I Guerra Mundial, más o menos, la élite intelectual latinoamericana fue casi siempre de derecha, afrancesada o "hispanista" -como se llamó a los historiadores, literatos y artistas que defendían la herencia española en bloque, desde la lengua hasta la religión católica- y violenta y despectivamente antinorteamericana. El padre del modernismo, el gran Rubén Darío, resumiría todos estos sentimientos en su poema A Roosevelt, de 1904, que termina con esta imprecación: "Y, pues contáis con todo, falta una cosa: ¡Dios!".
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A partir de la revolución mexicana (1910) los intelectuales en América Latina pasan a ser "progresistas" (expresión que cubre desde el rosa pálido socialdemócrata hasta el sangriento rojo trotskista, estalinista, maoísta y castrista, pasando por todos los matices sonrosados del socialismo). Ellos toman el relevo del antinorteamericanismo, al que colorean de razones económicas y políticas. Además de las condenas contra las acciones militares de Washington en Centroamérica y el Caribe, la denuncia de toda inversión económica de Estados Unidos en el sur del continente como muestra de exacción imperialista pasa a ser obligado leitmotiv del intelectual comprometido. Y, a partir de los años cincuenta, a estas acusaciones se añadirá el rechazo de una "penetración cultural" cuyas intenciones serían pervertir las culturas nativas y privar a los países latinoamericanos de "su alma", además de sus recursos naturales. (Un documentado libro del chileno Ariel Dorfmann -ahora profesor de Duke University- mostraría cómo el Pato Donald era pieza clave de esta siniestra conspiración).
El ataque a Estados Unidos forma parte desde entonces -mucho más a partir de la revolución cubana- del ejercicio cotidiano de su oficio para un buen número de intelectuales de América Latina. Aunque, es cierto, en la última década se practica ya de manera más bien mecánica, sin mayor convicción, no como una creencia, más bien a manera de jaculatoria destinada a mostrar a los otros devotos que siempre se forma parte de la Iglesia. Es decir, para no exponerse a los riesgos de una expulsión, pues el antinorteamericanismo es todavía uno de los requisitos indispensables para ser aceptado por el gremio y para prosperar, ya que el establishment cultural en América Latina es aún, prácticamente, un feudo de la izquierda, pese al glásnost, a la perestroika y a lo que ha venido después.
Lo curioso es que esta profesión de fe -el odio a Estados Unidos enmascarado de lucha antiimperial- lo que en verdad delata, en nuestros días, es una forma muy sutil de neocolonialismo. Practicándola, el intelectual de América Latina hace y dice lo que el establishment cultural de Estados Unidos -y del Occidente en general- espera de él. Sus úcases, condenas, manifiestos, trémolos, confirman todos los estereotipos de la visión del mundo latinoamericano que tiene aquél y dan nueva savia y razones a las críticas, odios, furores contra su Gobierno, su cultura o su país, del progresista norteamericano, el único que parece interesarse en América Latina (pues, con excepciones que se cuentan con una mano, como las de la doctora Jeanne Kirkpatrick o el ensayista Michael Novak, los conservadores y republicanos muestran un olímpico desinterés sobre lo que ocurre al sur del río Grande).
Así, una de las paradojas más exquisitas de la abundosa retórica de tantos sociólogos, politólogos, antropólogos, etnólogos, periodistas, poetas, ensayistas , y novelistas latino americanos denunciando la "penetración cultural" del gigante del Norte es que ella es la mejor -y acaso la única- prueba de que esta "penetración" existe. Ya que es ella la que permite. a sus autores obtener las becas" invitaciones, ayudas, bolsas de viaje, los trabajos y las publicaciones con las que el establishment cultural de Estados Unidos subsidia y estimula afanosamente a quienes han hecho del antinorteamericanismo un modus vivendi.
Este sistema -que no ha sido fraguado con deliberación por un grupo maquiavélico de conspiradores, sino que ha ido resultando de una coincidencia de ilusiones, frustraciones, oportunismos, enajenaciones y prejuicios ideológicos de intelectuales de ambos mundos- ha tenido un efecto corruptor considerable sobre la intelligentsia latinoamericana, a la que hizo vivir en una suerte de esquizofrenia, en la que las conductas privadas de las personas disentían sistemáticamente de las públicas, lo que hacían en la vida de aquello que escribían y firmaban. Pues es una regla que los más feroces intelectuales antiimperialistas de América Latina cuando estuvieron obligados a expatriarse, o decidían hacerlo por propia voluntad, rara vez se les ocurría ir a buscar refugio en los países de sus amores ideológicos -Cuba, República Popular China, la ex Unión Soviética, Vietnam- Siempre se precipitaban, por una especie de masoquismo compartido, a las ,,entrañas del monstruo", según la expresión martiana, en cuyas universidades, fundaciones, centros de investigación, editoriales, medios de comunicación, suelen proseguir, con buenas remuneraciones, aunque, por lo general, con celo bastante mitigado, su apostolado antiimperialista. Nunca tan exacta como en el caso de estos nuevos "pájaros tropicales " -como llamó un crítico francés a los afrancesados modernistas- aquella vieja expresión del "odio que se parece tanto al amor".
En el ciudadano promedio de Estados Unidos, por su parte, la visión de los países latinoamericanos adolece también de abundantes estereotipos y de irrealidad. Playas paradisiacas y frondosas caderas femeninas agitadas por el sortilegio de unas músicas sensuales alternan en estas imágenes con pistoleros, terroristas, narcotraficantes y torturadores, y una promiscua y violenta humanidad que parece recién bajada de los árboles. Ésta es la visión que suele resultar de las apariciones que hace lo latinoamericano en los espacios informativos o los productos audiovisuales que llegan al público de Estados Unidos.
Desde luego que hay una contrapartida a estos excesos. Es verdad que en muchos centros de investigación norteamericanos se encuentran hoy, acaso, los mejores especialistas en múltiples asuntos de América Latina y las mejores bibliotecas para estudiar determinados temas del sur del continente. Pero este esfuerzo por calar en profundidad la problemática latinoamericana, valioso como es, resulta marginal y sin efecto sobre la opinión pública y, lo que es más grave, sobre la clase política de Estados Unidos.
Pese a algunos avances respecto a la calamitosa incomunicación del pasado, todavía puede decirse que a gringos y a latinos la otra parte de América les ha servido para materializar los fantasmas que habitan las profundidades de su conciencia y erigir, con disfraces contradictorios, ese cielo y ese infierno tan atractivos y tan repelentes al mismo tiempo para el corazón humano.
Copyright Mario Vargas Llosa, 1991. Copyriht Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas, reservados a Diario El País, SA, 1991.
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