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La nueva filosofía moscovita

Juan Luis Cebrián

No tengo ningún reparo en unir mi humilde voz al coro de los que ensalzan la figura de Gorbachov como el artífice de una nueva era del mundo. Si no hubiera sido por su osadía, o por su incompetencia, millones de personas que hoy gozan de libertad y se esperanzan con la promesa del desarrollo seguirían sometidas a regímenes totalitarios basados sobre la criminalidad y la demagogia. Pero, en contra de la generalizada opinión que le presenta como un reformador, pienso más bien que se ha comportado como un verdadero e inconsecuente destructor de sus propios sueños. Su perestroika (cambio con reconstrucción) ha constituido todo un fracaso, y es difícil encontrar precedentes de alguien que en tan poco tiempo haya sido capaz de demoler tanta historia. De modo y manera que la buena noticia de la incipiente construcción democrática que se aventura en la Comunidad de Estados Independientes debe ser puesta en cuarentena por el momento. No es el fruto de ninguna transición ni el corolario de un programa, sino la consecuencia del azar: una mezcla de la necedad de algunos, la brutalidad de otros y el oportunismo de no pocos. Y, aunque el azar forme parte de la naturaleza del mundo, conviene prevenirse sobre los previsibles perjuicios que de ordinario ocasiona.La sociología política tiende a suponer que un país desarrollado es aquel capaz de controlar y orientar los cambios que experimenta. Está claro que siete décadas de comunismo en la Unión Soviética no han servido para nada ni remotamente parecido. Los dirigentes occidentales, acostumbrados a juzgar lo que pasaba en el Este por los informes de la CIA y las novelas de Le Carré, deberían haber buceado un poco más en las lecturas de Tolstói y Dostoievski. Todavía siguen siendo verdad las pulsiones autodestructivas del alma eslava y ese regusto por la propia conmiseración de uno mismo que tan buenos frutos ha dado en la literatura y tan pobres resultados en la planificación económica. Así, entre los muchos fracasos del comunismo soviético quedará inscrito el de su incapacidad para promover una verdadera modernización del país. En realidad, la persecución de las vanguardias por el régimen -cuando tanto habían ayudado las vanguardias culturales a promover la imagen y el triunfo de la revolución bolchevique tenía ya su ominosa denuncia, en el arrinconamiento de Kandinski en los salones del Ermitage en Petrogrado -o Leningrado, o San Petersburgo-. Hechos como ése -algo en lo que Cuba no quiso imitar a la dictadura soviética- hablaban ya por sí solos del carácter intelectualmente fanático de un sistema al que la izquierda europea se empeñaba, cuando menos, en "guardar un respeto", aunque lo criticara. Y explican, de paso, el estupor social y la desorientación colectiva que los sucesos de Eurasia están generando entre su propia población.

Quizá sólo aceptando esa manera de ser -entre el vodka y la lágrima- que agita los sentimientos literarios del pueblo ruso pueden entenderse algunos de los pronunciamientos recientes y de las propuestas que un personaje tan escasamente atractivo como Borís Yeltsin viene haciendo en los últimos días. Pero, por más buena voluntad que se ponga en el caso, la audaz sugerencia de incluir a Rusia y su potencial nuclear entre los países miembros de la OTAN suena del todo incomprensible, salvo que sea considerada únicamente como un lamento más de la balalaika. Y no puedo comulgar con la suposición de que la mejor manera de vigilar el poder atómico de la CEI sea incorporarlo al de la alianza occidental.

Es más que improbable que la desaparición del imperio soviético como segunda potencia mundial pueda ser sustituida, casi de la noche a la mañana, por una Federación Rusa titular de las cabezas nucleares y líder de una especie de agrupación de Estados sobre cuyo futuro caben toda clase de irremediables dudas. En realidad, el equilibrio mundial, más o menos inestable, sellado en Postdam y Yalta ha saltado tan hecho pedazos que los deseos incontrolables de Yeltsin por ser el sucesor de sus antiguos camaradas y jefes de partido en la utilización del derecho de veto en la ONU y sus esfuerzos por homologarse a toda costa con las potencias europeas sonarían ridículos si no ocultaran actitudes de una extrema peligrosidad para la paz del mundo. Pero sería injusto culpar sólo a la ex Unión Sóviética y a sus actuales y antiguos líderes de la confusión reinante. Baste poner el ejemplo de que dos de las primeras potencias económicas del mundo, Japón y Alemania, no reciben oficialmente la consideración de grandes que se autoadjudicaron los vencedores de la Segunda Guerra Mundial. Las instituciones internacionales como la ONU o la Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en Europa se están mostrando tan ajenas en su estructura a la realidad que pretenden representar que sólo con muchas dificultades pueden ser útiles a la hora de definir eso que se llama el nuevo orden mundial.

En esas circunstancias, la Comunidad Europea sigue siendo una de las pocas estructuras fiables en el terreno internacional. De su cohesión práctica y de su adhesión inequívoca a los criterios democráticos y a la cultura que los engendró depende en gran medida el devenir del mundo en los años más próximos. Aquél ha de estar marcado por una nueva forma todavía desconocida de disuasión nuclear, y por una redistribución internacional del poder. El auge del fundamentalismo en los países islámicos y el acrecentamiento de las tensiones y diferencias internas en los de América Latina son otras malas noticias añadidas a los planes de redefinición de ese nuevo orden. El liderazgo americano parece sólo eficaz en el empleo de la fuerza, y la persistente recesión económica en Occidente contribuye a ensombrecer los pronósticos más inmediatos. Pero también hay motivos para el optimismo: todavía palestinos e israelíes tienen una oportunidad de negociar, y el régimen racista de África del Sur avanza en su transformación hacia una democracia sin exclusiones.

En estas circunstancias, las lágrimas vertidas sobre Gorbachov por las plañideras occidentales deben ser enjugadas cuanto antes, si queremos ponernos a trabajar. En realidad, el balance de su gestión sólo puede considerarse brillante si se entiende que, gracias a la debilidad de la Unión Soviética que él presidió, Alemania se ha reunificado, los países satélites del este de Europa se han liberado de las tropas invasoras y las repúblicas del Báltico han recuperado su identidad nacional. Mientras tanto, Georgia y Yugoslavia agonizan en medio de verdaderas guerras civiles, el hambre se extiende por el antiguo imperio moscovita, proliferan los gobiernos y los ejércitos en poder del arma nuclear y crece la inestabilidad política en las antiguas repúblicas que conformaron la Unión. De los objetivos que perseguía Mijaíl Gorbachov, un comunista que todavía tenía arrestos para defender la decencia y honestidad moral de la gran mayoría de sus camaradas después del golpe frustrado de agosto, no queda en pie ni uno. Ni siquiera la bandera y el emblema a los que ha servido durante toda su vida.

Viacheslav Pietsuj, en una novela (*) que recomiendo leer a todo el que quiera entender el ámbito doméstico y la condición social que han definido durante décadas los frutos de la Revolución de Octubre, reproduce un diálogo absolutamente esclarecedor:

"-Lo principal de todo [dice uno de los protagonistas de la historia] es que a nuestra sociedad le haya cabido en suerte la misión de construir la sociedad moral del futuro. Ésta es, en mi opinión, la nueva filosofía moscovita.

-¿Y cuál es la antigua filosofía moscovita?

-La antigua es el chaadaievismo: es decir, que de Rusia no ha salido, ni saldrá nunca, nada bueno".

Para terminar espetando el mismo personaje: "En general, es una gran equivocación la que se comete hoy día cuando el hombre prefiere a veces la libertad al pan".

Ésta es la duda en la que se debaten hoy millones de personas que durante generaciones se han esforzado en la construcción del hombre nuevo del marxismo. En la resolución de la misma, los países occidentales, propietarios a un tiempo de la libertad y del pan, tienen desde luego un papel primordial que desempeñar. No estoy seguro, sin embargo, de que las sociedades que la integran -incluida la nuestra- hayan asumido los sacrificios materiales y la reflexión moral que se derivan de un cometido de ese género. Pero sólo si se garantiza que los pueblos de la Comunidad de Estados Independientes están bien alimentados y son titulares, como nosotros, de derechos civiles podremos despejar, en gran parte, del horizonte la amenaza y el fantasma de la guerra.

(*)La nueva filosofía moscovita, Editorial Alfaguara. Madrid, 1991.

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