La ascensión del Ejército
Los presidentes eslavos —Yeltsin, Kravchuk y Shushkévich— han puesto en marcha un engranaje que no están capacitados para controlar. Si bien es cierto que la Commonwealth eslava ha sido aprobada por los Parlamentos de las tres repúblicas, también lo es que cada una le ha introducido enmiendas que la vacían de contenido. Para empezar, en Kiev no se acepta ni una política de defensa común ni una moneda común: Leonid Kravchuk se ha proclamado comandante en jefe de todas las fuerzas armadas estacionadas en Ucrania, incluida la flota soviética del mar Negro. En lo que a las armas nucleares se refiere, es sabido que en la reunión secreta que tuvo lugar el pasado día 8 en el pabellón de caza en Bielorrusia, sostuvo que sobre el botón nuclear debe haber tres dedos, uno ruso uno bielorruso y uno ucraniano y poco importa que unos se encuentren a miles de kilómetros de los otros.
En Minsk, los diputados bielorrusos han introducido siete enmiendas. También ellos quieren el control del Ejército y una moneda propia, pero además exigen una frontera aduanera que les proteja de la hiperinflación rusa, el reparto del oro y las divisas de la ex URSS y, a pesar de que Bielorrusia no tiene ninguna salida al mar, parte de la flota mercantil soviética. En definitiva, Bielorrusia no considera la Commonwealth eslava más que como una solución temporal. ¿Por qué?
El diputado por Minsk Zenón Porniak lo ha expresado de forma lapidaria: Boris Yeltsin es capaz de romper de un día para otro cualquier acuerdo. Su palabra no vale mucho. Quiere destruir a Gorbachov y construir sobre las ruinas de la Unión su poder personal y el imperialismo ruso.
En el triunvirato formado en Brest cada uno persigue sus ambiciones y el margen para una acción común parece mínimo, casi inexistente; se limita a la parte destructiva —proclamar la extinción de la URSS—, pero no es suficiente para crear instituciones que la sustituyan. Naturalmente, Yeltsin ha afirmado lo contrario en Moscú. En primer lugar, se ha comprometido ante el Estado Mayor de las FF AA a que el Ejército siga siendo único y ha prometido aumentos de salario y todos los favores posibles e imaginables. Después ha declarado al Parlamento que todas las instituciones y las leyes actuales seguirán en vigor hasta la formación de instituciones y leyes nuevas. Pero, ¿quién las creará? Además, dado que el Ejército rechaza desplazar el Estado Mayor a Minsk, Yeltsin ha decidido que cualquier tipo de futuro organismo de coordinación tendrá su sede en Moscú. Pero, ¿cuáles serán la esencia y poderes de estos futuros organismos? Hasta ahora no se ha hablado de ello. Y lo que más sorprende del discurso de Yeltsin es la repetida declaración de que el Ejército está de su parte, confía en él. Pero en la historia de la URSS ya ha habido un líder con un lenguaje semejante que reconoció explícitamente el papel político de los militares. El 12 de diciembre de 1991 señala la entrada del Ejército soviético en la escena política.
¿Qué hace, qué dice Gorbachov entre las ruinas? De hecho, es ya dimisionario, puesto que se le está escapando el poder. Afirma que no será presidente de una Commonwealth que sólo sea una cáscara vacía. Pero, ¿quién dará sentido a esta Commonwealth que no sabe ni dónde ni cómo reunirse? Por otra parte, Gorbachov no puede ni dimitir, porque ya no existe un mecanismo de traspaso de poderes. ¿A quién le debería pasar el famoso botón nuclear? Sus poderes derivan del Congreso de los Diputados del Pueblo, que le ha elegido, pero Yelsin ha declarado que desde el 5 de septiembre el Congreso ya no existe. Revocó a los diputados rusos del Sóviet Supremo, y los bielorrusos han hecho lo mismo: el Parlamento no puede ni reunirse.
Nacionalismo ciego
"He hecho todo lo que he podido para salvar el país; en mi lugar otro habría abandonado la lucha hace tiempo", dijo Gorbachov el jueves pasado a unos periodistas reunidos en el Kremlin. Sólo uno de sus consejeros, Shaknazárov, estaba a su lado. Parece ser que los otros, intentan saltar al tren de Yeltsin. En las dos horas y media de conversación, retransmitida por la noche por televisión, Gorbachov se mostraba sereno; tuvo palabras durísimas contra los tres de Brest por haber llamado a George Bush y no a él, presidente del país. Ironizó sobre Leónidas Kravchuk, quien le reprocha haber iniciado la perestroika. Si hubiera ido más allá en su análisis, habría podido demostrar que casi todos los presidentes y dirigentes independentistas son antiguos compañeros suyos en las altas esferas del PCUS, que han cambiado de chaqueta y hoy se afianzan en el nacionalismo y anticomunismo más ciegos.
Este tipo de nacionalismo lleva siempre al enfrentamiento, incluso en países menos golpeados por la crisis que la ex URSS. En este país sociedad está totalmente dislocada: cuando un estamento social adueña de una parte demasiado grande de los recursos, condena al resto a una vida intolerable que conduce a la revuelta. La inmensa Rusia carece hoy de transportes aéreos, por tanto está prácticamente sin comunicaciones, y ni si quiera los ferrocarriles funcionan con normalidad. Por no hablar de la distribución de mercancías. El rublo no existe como moneda; nadie quiere vender sus productos por un trozo de papel del que no se sabe el valor sí se sabe que, tras la liberalización de los precios, valdrá por lo menos cinco veces menos que hoy. "No tenemos un Estado, sino un número impresionante de Bolsas en las que se vende y compra de todo, desde los caza Mig 29, los mejores del mundo, a juguetes para niños, los peores del mundo", me dice un escritor soviético que seguramente no es marxista, pero que está descubriendo que "nuestra burguesía es más rapaz que la vuestra porque está empezando a afilarse las uñas". Para este intelectual, el cierre de la biblioteca Lenin de Moscú —la segunda en el mundo por sus dimensiones— por falta de dinero es un acto simbólico que demuestra cuáles son las prioridades de la clase dirigente. Gorbachov sostiene que bajo el edificio de la URSS se ha activado una bomba de relojería que será muy difícil desactivar. El tiene buena parte de responsabilidad en esta tragedia, pero en este momento de lo que se trata es de saber quién puede salvar al país de la catástrofe. ¿Es posible pensar que los presidentes, que no han sido capaces de poner se de acuerdo en el Consejo de Estado antes del golpe de Brest, lograrán hacerlo bajo la égida de Gorbachov en los próximos días? Algunos creen que sí, pero es muy improbable. Además, en un país como Rusia, en el que ni campesinos ni empresas quieren seguir vendiendo, no se puede contar más que con la ayuda occidental para evitar el hambre. Sólo el Ejército parece capaz de distribuir las ayudas: el ministro de Defensa, Kobet, me decía hace unas semanas en Paris que el Ejército está trabajando desde hace seis meses en el proyecto de distribución de la ayuda exterior. Y Yeltsin, durante su viaje a Alemania, a mediados de noviembre, Visitó al cuartel general de la aviación militar de la ex RDA para saber si había posibilidades de transportar víveres hasta las ciudades de los Urales y de Siberia.
Prestigio militar
¿Pero el Ejército está realmente unido? ¿No se aprovechará de haber sido ascendido a fuerza política para pronunciarse sobre la inminencia de la catástrofe? Muchos soviéticos no esconden su deseo de que el Ejército hable: a los 50 años de haber ganado la batalla a las puertas de Moscú, los militares gozan todavía de gran prestigio. Además, representan ese orden mínimo de que carece la clase política. No son sospechosos de ser ladrones, como los políticos de Moscú, Leningrado y, por lo que se comenta, de Kiev y Minsk.
Pero de los militares no sabemos casi nada. En la actual situación, ¿de quién depende el mariscal Sháposhnikov ¿Quién puede destituirle? ¿Quién puede darle órdenes? Con el pronunciamiento de Bielorrusia, el Estado ha dejado de existir, y el Ejército, se quiera o no, es la única fuerza con un mínimo de estructura y cohesión. Y ello no constituye una perspectiva muy alegre.
K. S. Karol es periodista francés especializado en cuestiones del Este.
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