La hora de la verdad
George Bush está siendo afectado por la situación negativa generada tras cerca de una década de política económica reaganeana, señala el autor. Esto hace que antes y después de su probable reelección, en 1992, el presidente de EE UU deba atender más a su propio país y menos a los asuntos mundiales.
Tras tantos éxitos en política exterior, ¿quién puede dudar de la reelección de George Bush en noviembre de 1992? Sin embargo, la derrota, el 5 de noviembre pasado, de Richard Thornburgh, candidato republicano de Pensilvania al Senado, nos recuerda que en democracia nadie puede predecir con total exactitud el resultado de una elección con un año de antelación.Desde hace meses, los observadores más atentos saben que los norteamericanos reprochan a su presidente el que se ocupe demasiado de los asuntos internacionales, relegando los del
interior.
Estos acontecimientos suscitan dos interrogantes: ¿está realmente en crisis Estados Unidos? ¿Está amenazada la política exterior de la república imperial?
En términos esquemáticos, puede decirse que Norteamérica está sufriendo una reacción económica a la contra, consecuencia de 10 años de reaganismo. Había que poseer la astucia de un estudiante universitario mediocre, Arthur Laffer, y la ingenuidad del público, si no acaso la del propio presidente, para creer que si los contribuyentes pagaban menos impuestos el Estado iba a ganar más a la larga. Realmente, los hombres no han dejado de creer nunca en la posibilidad del movimiento continuo.
Al hacer suya la pseudoteoría de Arthur Laffer, lo que Ronald Reagan hacía en definitiva era financiar el crecimiento económico con el déficit. Nada más trivial. En realidad, sisaba de los presupuestos públicos (con la única excepción de los de Defensa) lo suficiente como para que los norteamericanos, hoy, tengan que quejarse de sus deterioradas infraestructuras, y, sin embargo, no fue suficiente la sisa como para reducir los gastos al nivel, considerado como tolerable, de los recursos fiscales.
Al frenar los gastos menos que los ingresos, el predecesor de George Bush practicó en el fondo una especie caricaturizada de keynesianismo. Vista la insuficiencia del ahorro privado, lo cierto es que Norteamérica ha vivido por encima de sus medios. Y ha podido retrasar la hora de los ajustes gracias al aflujo de capitales extranjeros, atraídos por la droga reaganiana.
Pero la hora de la verdad, más pronto o más tarde, tenía que llegar. Cuando un trozo de autopista se hunde en San Francisco provocando el socavón la muerte de decenas de personas, los californianos constatan que los gastos públicos son, pese a todo, necesarios. Cuando en 10 años el endeudamiento del país, que antes superaba al PIB en vez y media, ha pasado ahora a dos veces y media, los norteamericanos descubren brutalmente lo que los economistas ya sabían desde hacía tiempo: si no se aportan remedios, una situación como la presente puede provocar la quiebra. La de octubre de 1987 no fue tomada en serio porque no tuvo consecuencias graves. Hoy el miedo vuelve a andar al acecho.
Y, sin embargo, tampoco hay por qué ensombrecer demasiado el retablo. Lo cierto es que, mientras no se demuestre lo contrario, ningún indicador permite anunciar hoy una verdadera reactivación de la actividad económica. La tasa de paro, un 6,3%, es inferior a la media de los años ochenta, que era de un 7,1%. La base industrial del país está algo retraída, pero en conjunto sigue siendo fuerte. En el aspecto financiero, el trabajo de reestructuración está en marcha pese a la lentitud del proceso legislativo para las reformas.
Sin embargo, el elevado nivel de la Bolsa hace temer que el más mínimo golpe psicológico puede provocar un bache cuyas consecuencias podrían multiplicarse como el eco. Para conjurar el riesgo, la Reserva Federal ha disminuido varias veces las tasas de descuento, hoy del 4,5%. Es presumible que continuará en esa misma dirección, tanto más cuanto que la coyuntura actual no implica un riesgo inflacionista inmediato. La experiencia muestra que son necesarios al menos seis meses para que la expansión monetaria se traduzca en un alza de la actividad. El presidente Bush puede, por tanto, abordar el verano con mejores cifras. Pero en todo lo caso, el tiempo de prestidigitación reaganiana ha pasado.
La campaña electoral está ya en marcha. Antes, y también después de su más que probable reelección, Bush deberá efectivamente ocuparse ante todo de su país, que objetivamente bien lo necesita. Tendrá menos tiempo para tratar los asuntos del mundo, y en especial los de Oriente Próximo. Para bien o para mal, de ello se deducirá una mayor autonomía para los actores regionales. El mundo se ha hecho monopolar, eso es evidente; pero no subestimemos las posibilidades de acción de EE UU.
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