Un hallazgo ejemplar
La trayectoria seguida por este sorprendente y hasta ahora desconocido artista que atiende al nombre de Francesc Ruestes (Barcelona, 1959) se adapta a la perfección a aquella fábula de la liebre y la tortuga. Es su caso el del artista joven que ha venido elaborándose en el silencio y el oficio un caparazón lo suficientemente sólido como para escucharse a sí mismo y preservar ese universo propio de cuantas nocivas sonoridades e influencias medioambientales pudiesen ponerlo en amenaza.Formado a la antigua usanza -con su paso por la barcelonesa facultad de Bellas Artes-, en el aprendizaje y el trato directo con artistas como Dalí, Ponç, Brossa, Granyer o Galiá, Ruestes ha heredado, para crear su personal cosmología, por ejemplo, del escultor noucentista el amor por las cosas bien hechas y cierta rotundidad gráfica en la visualización de las formas; del paisajista, un curioso eros en el manejo del oleoso pigmento; de los surrealistas -la huella, sin duda, más importante-, la tendencia al hermetismo y a las claves, a la ficción visual, al equívoco del trampantojo ' al giro poético de las cosas, por nimias que éstas sean. Pero, lejos de todo atisbode acolitismo, el mérito de su propuesta radica en haber reconducido tan dispar núcleo de matices o especificidades plásticas a un terrena donde, tanto por factura como por concepción, el parangón es imposible y la equiparación largamente esquivada.
Francesc Ruestes
Galería Alejandro Sales. Julián Romea, 16. Barcelona. Hasta mediados de enero.
Sorprendente prestancia
En este sentido, resulta sorprendente la prestancia que Ruestes logra de un elemento como el metacrilato, material cuyas rutinarias propiedades de transparencia son aquí puestas en funcionamiento y al servicio del equívoco visual, o bien, y perseverando en ese juego de suplantaciones y equívocos perceptivos, con el óleo y el grafito, en cuyo empleo se adivina el talento y el virtuosismo adquiridos ar lo largo de su etapa formativa, en especial en aquellas pintúras de corte daliniano de los primeros ochenta. Estarrios ante todo un personaje: un decimonónico de finales del siglo XX, un apasionado -del oficio de la pintura que busca poco a poco renovarla y darle actualidad sin caer para ello en grandilocuencias o baratas imitaciones, un epicúreo del trazo y el gesto leve, un elevador de sutilezas a incentivos, de gramáticas a temas, un artista poeta que se ha hecho a sí mismo a base de estar en perpetua disconformidad con lo fácil del mimetismo y la reconversión, hoy tan en boga, consentidos y, a menudo, ensalzados.
Babelia
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